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Lo esencial
Todo empieza por ser una buena persona. Pero, ¿qué es ser una buena persona?
La rutina diaria, la excesiva conectividad y las múltiples actividades que hoy debemos desarrollar parecen consumir cada vez más el tiempo que antes dedicábamos a la oración y al recogimiento interior. En medio de esa vorágine surge el cuestionamiento: ¿He perdido la fe al descuidar esas prácticas fundamentales para cultivar mi vida espiritual? Este tipo de preguntas invitan a una reflexión más profunda sobre lo que realmente significa cultivar la espiritualidad y vivir una fe auténtica.
Desde niño, gracias al ejemplo de mi madre, he sido una persona creyente, alguien que ve en Dios un pilar fundamental para superar las dificultades de la vida, y en la fe, la tranquilidad de confiar en el futuro.
Sin embargo, este camino no siempre es claro. En momentos de incertidumbre surge la necesidad de comprender más profundamente qué significa tener fe y ser espiritual.
Todo empieza por ser una buena persona. Pero, ¿qué es ser una buena persona? En el cristianismo, el concepto de bondad está profundamente entrelazado con el amor al prójimo. Jesús resumió la esencia de la moral cristiana en una sola frase: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39). Esta enseñanza implica más que un amor superficial; nos llama a un compromiso total con los demás, a entregarnos al servicio, con la misma devoción con la que cuidaríamos de nosotros mismos. Es en esta entrega donde nacen los principios más fundamentales de la vida cristiana.
Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la Iglesia Católica, explicó en su obra Suma Teológica, que la virtud de la caridad es la mayor de todas, porque nos une directamente con Dios. Para él, el acto de amar a los demás no es simplemente un deber moral, sino una forma de alcanzar la perfección espiritual. Ser una buena persona, desde esta perspectiva, implica vivir una vida de virtudes, donde la bondad cristiana, según Aquino, es un reflejo del amor divino que nos transforma y nos conecta con lo trascendental.
¿Y cómo podemos manifestar esa bondad? La respuesta no siempre es fácil, pero la humildad juega un papel clave. Ser humilde significa reconocer nuestras propias limitaciones, pero también aceptar que todos somos igualmente valiosos a los ojos de Dios. La humildad nos permite servir a los demás sin esperar reconocimiento, con la certeza de que lo que hacemos, lo hacemos por amor. Según San Francisco de Asís, “es en el dar que recibimos”.
Y nos queda la fe, ese acto de confianza en lo invisible, todo un desafío en sí mismo. ¿Cómo depositar toda nuestra esperanza en algo que no podemos ver ni medir? La fe es creer en lo que no se puede explicar ni demostrar de manera tangible, pero que se siente en lo más profundo del alma. El teólogo Paul Tillich describió la fe como “la preocupación última”, una entrega total a lo que consideramos lo más importante en nuestras vidas. Se trata de una convicción profunda que da sentido y propósito a nuestra existencia.
En mi caso, encuentro la grandeza de Dios en los ojos de mis hijos. En sus miradas se desvanecen mis dudas y en sus abrazos siento que es Él quien me envuelve el alma. Es el amor más puro que he conocido, un amor que no exige, que no condiciona. A través de ellos, percibo una conexión espiritual que me da fuerzas en los momentos difíciles y me recuerda que, sin importar lo que ocurra, al final todo estará bien. Este amor incondicional es, en última instancia, la esencia de lo divino.
En un mundo donde lo material y lo superficial parecen dominar, es fácil olvidar lo esencial. Por eso vivir con la conciencia de que lo divino está presente en cada acto de amor y en cada gesto de bondad, es fundamental para tener plena claridad de lo que verdaderamente importa en la vida. @juanes_angel
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