Las mujeres de mi vida

Últimamente, este título no deja de rondarme. He pasado horas recordando las enseñanzas, los consejos y la inspiración que he recibido de mujeres de todas las edades, en distintos momentos de mi vida.

Aunque crecí con un padre dominante y nunca tuve una jefa, y sin haberme identificado nunca como militante feminista, he tenido la fortuna de rodearme de mujeres que me han guiado, fortalecido y marcado profundamente.

De niña, vivían aún mi abuela y dos bisabuelas. Las tres, con sus melenas blancas idénticas, me parecían todas de la misma edad. Vivían solas, viudas y tranquilas en sus casas, y solo años después entendí la independencia que representaban. Curiosamente, nunca tuve una figura de abuelo; las únicas presencias eran ellas.

Sin duda, la figura central en mi vida ha sido mi madre. Su combinación de dulzura y firmeza, junto con una constante búsqueda de crecimiento personal, muy anterior a cualquier tendencia, la han convertido en un modelo de coherencia y determinación.

Curiosa, disciplinada, con sensibilidad artística, y gran conversadora, también cultivó con igual entusiasmo su faceta deportiva, culinaria y periodística, incluso como columnista en este mismo diario.

Su presencia ha sido una fuente constante de aprendizaje e inspiración.

Crecí en una casa rodeada de mujeres con tres hermanas mayores. Un entorno —para pesar de mi papá— lleno de recetas, brasieres y el zumbido constante del secador de pelo.

Pero más allá de lo superficial, encuentro en ellas la capacidad de ser fuertes, a valorar el arte, a enfrentar el poder sin temor, a liderar, a leer sin parar y a nunca huir de un reto.

Las he visto llegar con aplomo a juntas y reuniones, hablar en público, cargar maletas (físicas y simbólicas), educar a sus hijos e hijas con las mismas expectativas, y superar tiempos difíciles sin victimizarse ni quejarse. Hoy sus hijas son igual de valientes, brillantes e independientes.

También tuve el privilegio de tener cerca de dos mujeres excepcionales que marcaron mi vida.

Beatriz, profesora, confidente y amiga, fue azafata en Argentina antes de convertirse en doctora en letras y profesora universitaria. Su sensibilidad no le impedía discutir de tú a tú con mi imponente padre, ni compartir con franqueza sus dolores más íntimos.

Marta, hecha de roble y deporte, me acompañó hasta sus últimos días, sin dejar de llamarme cada semana después de hablar con sus siete hijos.

Nunca se conocieron, pero en mis silencios las escucho: conversando, cuidándome, discutiendo, riendo.

Hace poco, mi ahijada y sobrina mayor me hizo notar que conservo a las mismas amigas desde la infancia. Es cierto. La vida me ha regalado más hermanas: mujeres fabulosas, de todas las edades, algunas lejos pero siempre cercanas. La imponente, la sabia, la chistosa, la que me cuida, la que me reta, la que cuenta historias inverosímiles, la optimista, la serena… y las que son todo eso a la vez.

Si esta columna fuera un cuadro, sería una constelación vibrante de fuerza, color, risas, vino y chocolate. Una red de conversaciones infinitas y discusiones políticas. En ese cuadro también brilla fuerte mi hija, mágica y perseverante, que me asombra cada día.

También hay espacio reservado para las generaciones que vienen y para las amigas que aún no han llegado.