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La noche que nos une, María y las velitas en el corazón de Colombia
Ese pequeño gesto ilumina ventanas, puertas, calles y balcones, pero también ilumina la vida interior. No es solo tradición: es la alegría de recibir una luz y regalarla, de dejar que nazcan la bondad, el afecto y la esperanza en medio del ritmo cotidiano.
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3 de dic de 2025, 01:57 a. m.
Actualizado el 3 de dic de 2025, 01:57 a. m.
La celebración del Día de las Velitas, profundamente arraigada en la tradición colombiana, es más que un acto simbólico: es un gesto ritual donde la luz se eleva como signo de fe, gratitud y memoria. En esta noche luminosa, María es contemplada como portadora de la luz de Jesús, aquella luz que irrumpe en la historia para disipar las sombras humanas. Encender una vela es participar en ese misterio: es confiar en la claridad que nace del seno de la Madre y permitir que un destello de esperanza alumbre lo más hondo del corazón.
En la noche del 7 de diciembre ocurre en Colombia algo sencillo y, a la vez, profundamente misterioso: en cada hogar se enciende una vela. Ese pequeño gesto ilumina ventanas, puertas, calles y balcones, pero también ilumina la vida interior. No es solo tradición: es la alegría de recibir una luz y regalarla, de dejar que nazcan la bondad, el afecto y la esperanza en medio del ritmo cotidiano.
Cada llama encendida es un anuncio gozoso: algo bueno viene en camino. La luz recuerda la Anunciación, aquel instante en que María recibió la noticia que transformaría la historia. Cada velita encendida hoy es una oración silenciosa por el advenimiento de la paz, por un país que despierte a tiempos más fraternos.
Encender una vela es hacer visible un anhelo interior: creer otra vez en los demás, confiar en que la bondad aún respira entre nosotros. Es anunciar un orden nuevo que comienza con un gesto mínimo, pero poderoso. Cuando una persona enciende su vela y la comparte, está diciendo sin palabras: veo tu luz; reconozco lo bueno que hay en ti; caminemos juntos. En esa cadena luminosa nace algo esencial: la ternura que sostiene, el afecto que humaniza, el deseo de una Colombia donde cada familia tenga motivos reales para encender su esperanza.
Y en medio de todas esas luces palpita una presencia mayor: la luz divina que es Jesús, que ya nació y que cada año recordamos como si su llegada volviera a tocarnos el alma. Cada vela encendida es un eco de su luz, o recordatorio de que ninguna llama es demasiado pequeña para vencer la oscuridad.
La música clásica ha acompañado, durante siglos, la comprensión espiritual de María como ‘mujer de luz’. En el Renacimiento, la polifonía elevó su figura hacia un ámbito de serenidad pura. En los Ave María y motetes de Palestrina o Josquin des Prez, las voces entrelazadas evocan la transparencia de un espíritu humilde y resplandeciente, semejante a una vela que arde en silencio. Esa música crea un puente hacia la noche colombiana del 7 de diciembre: la claridad primera que María introduce en el mundo resuena aún en cada hogar que se ilumina.
El Barroco transformó el misterio mariano en una experiencia de intensidad espiritual. El Magnificat BWV 243 de Johann Sebastián Bach es la más luminosa exaltación musical a la Virgen. Allí, el canto de María —’Magnificat anima mea Dominum’— se vuelve un estallido sonoro de gracia. Sus movimientos rápidos chispean como llamas agitadas; sus secciones meditativas arden como brasas que nunca se apagan. En Bach, María es luz que canta y fuego que se vuelve música, claridad interior que transforma.
En el Clasicismo, la espiritualidad mariana se reviste de equilibrio y calma. Las misas de Haydn o el Ave verum corpus de Mozart ofrecen un resplandor suave, semejante al silencio contemplativo con el que tantas familias encienden sus velitas. Es la luz que no irrumpe, sino que acompaña; la luz que ordena el corazón.
El Romanticismo volvió la devoción mariana más íntima y afectiva. El Ave María de Schubert, una súplica hecha melodía, expresa la necesidad humana de consuelo y de refugio. Esa luz maternal dialoga profundamente con el gesto colombiano de encender una vela: una llama que protege, que abraza, que promete esperanza.
En épocas más recientes, compositores como Arvo Pärt y John Tavener han devuelto a María su carácter icónico y contemplativo. Sus obras, reducidas a lo esencial, son como chispas que flotan en la penumbra: recuerdan que la claridad verdadera no reside en la abundancia, sino en la pureza interior. Esta música respira la misma sencillez que la noche de las velitas: una luz pequeña que dice mucho sin pronunciar una palabra.
Así, cuando se encienden las velitas el 7 de diciembre, la tradición popular se enlaza con siglos de arte, espiritualidad y belleza. La noche se vuelve entonces un santuario donde la luz habla y la música ora, y María acompaña a cada corazón que busca claridad.
La llama que titila ante el viento es la misma luz que María llevó en su seno, la misma que Bach magnificó, la misma que la fe cristiana reconoce como fuente de toda esperanza.
Colombia se ilumina, y no solo por las velas que arden en balcones y caminos, sino por la fe que despierta en los hogares. Cuando las familias elevan sus pequeñas luces al cielo, la esperanza renace en los hogares.
Y quizá, en esa claridad compartida, cada llama ofrece un mensaje silencioso: que la paz es posible, que la bondad puede renacer, que la luz —la que viene de Jesús, la que María nos trajo— nunca se extingue.
Que esta noche de velitas recuerde a Colombia, que siempre es tiempo de encender de nuevo la esperanza. Y que, al ver la luz del vecino, podamos decir con verdad: veo tu luz, y desde allí, comenzar de nuevo.
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