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¿Importa la ONU?

Este año no hubo sorpresas ni trucos de ese calibre. En el marco de un mundo cada vez más atomizado, el orden global más desdibujado, y los extremos cada vez más marcados, el ambiente estuvo gris.

23 de septiembre de 2023 Por: Muni Jensen
Muni Jensen

Esta semana se llevó a cabo en el centro de Manhattan la reunión anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas. En medio de un tráfico de locos y hoteles carísimos, este foro, reunió, como todos los años, a los jefes de Estado y de gobierno de todas las esquinas del mundo. La Asamblea, con 193 miembros, tuvo su primera sesión en 1946 en Londres. El objetivo desde entonces ha sido el fortalecer los valores multilaterales y lograr acuerdos sobre grandes temas globales. Sin embargo, el evento se ha convertido cada vez más en una tarima donde los mandatarios pronuncian discursos grandilocuentes para consumo en sus propios países.

Esto no es nuevo. En 1960, Fidel Castro tomó el podio durante cuatro horas y medias, calificando a Kennedy como un millonario analfabeto ignorante, frase que le ganó aplausos en La Habana. Daniel Ortega de Nicaragua usó su tiempo para insultar a Reagan, a quien llamó “Rambo” en su intervención. Durante la guerra de Irak Colin Powell destruyó su impecable reputación al usar un tubo de antrax y una sarta de mentiras para pedir apoyo de la ONU para la guerra de Irak. Muchos recuerdan el discurso de Hugo Chávez en 2006, donde hizo referencia a un olor a azufre diabólico que según él había dejado en el salón el presidente Bush, que había hablado el día anterior. Unos años después, el circo fue del líder Libio, Muammar al-Quaddafi, que se negó a reservar un hotel y construyó una carpa beduina en las calles de la ciudad. Hace un par de años salió a la luz el joven presidente Bukele, que subrayó su discurso con un infantil ‘selfie’.

Este año no hubo sorpresas ni trucos de ese calibre. En el marco de un mundo cada vez más atomizado, el orden global más desdibujado, y los extremos cada vez más marcados, el ambiente estuvo gris. El propio Secretario General en su discurso inaugural habló de un “mundo desquiciado”. El discurso del presidente Biden se enfocó en buscar apoyo para Ucrania, con énfasis en la amenaza que representa suspender la ayuda económica y militar. También intentó parecer moderado, joven y vital, ante las preocupaciones de su propia campaña presidencial. Al presidente Zelenski lo interrumpió el embajador ruso en pleno discurso, pero al final fue muy clara la súplica al mundo de mantener la presión sobre Moscú. El resto no dejó titulares, salvo, como era la intención, en casa.

Tal vez el mensaje más diciente de la Asamblea no se vio en los discursos, todos dirigidos a votantes y opositores, muchos repletos de populismo y propaganda. La verdadera luz roja fue la ausencia de algunos de los países más importantes. Aunque la ausencia de Vladimir Putin no sorprendió tanto, la silla vacía de China fue una bofetada simbólica.

El presidente chino, aliado de Putin, enfrenta líos al interior de su gobierno, pero sin duda quiso ausentarse de un foro donde sería cuestionado. Los otros vacíos los dejó el Primer Ministro de India, Narendra Modi que se acaba de reunir con Biden, y a mucha sorpresa, el presidente Macron de Francia y el Sunat, el Primer Ministro del Reino Unido. Es difícil creer que todos se quedaron en casa por motivos de la política local, pero ante una asamblea debilitada, no valía la pena el viaje. Tiene razón Guterres en llamar la atención a la falta de compromiso de la comunidad internacional con los temas urgentes.

La verdad es que este encuentro anual está perdiendo relevancia, al compás del deterioro de los consensos multilaterales. Parece que se acabó el mito del gran orden global, y fue sustituido por la política del proteccionismo, el populismo ideológico y el aislamiento. Sin duda es urgente que la ONU se replantee para ser útil y efectiva en un mundo nuevo, pues es evidente que no ha cumplido sus objetivos últimamente. Resulta una pena y una contradicción enorme desperdiciar foros como las Naciones Unidas, cuando casi todos los problemas del mundo, desde el cambio climático, las consecuencias de la inmigración, la crisis de salud mental, las pandemias hasta la pobreza, la desigualdad y el hambre, requieren de consensos para resolverse. Mientras la tecnología borra las fronteras y la necesidad de cooperación aumenta, la soberbia, la corrupción y la guerra por el éxito individual están erosionando el globalismo. Los políticos no ayudan con sus discursos grandiosos y divisivos, que lejos de construir, tantas veces se convierten en balbuceos de plaza para mantenerse en el poder.

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