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Medardo Arias Satizábal

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Flora nativa en ‘María’

En él encontraba la delicadeza que sentía por María: cada flor, cada aroma, cada capullo, cada zarcillo, cada sombra proyectada por una mata, lo embriagaba en un claroscuro lírico, como un poema con ritmo y armonía.

4 de abril de 2024 Por: Medardo Arias Satizábal

A propósito de los 150 años de la novela María en 2017, el ingeniero agrónomo y poeta tumaqueño Herman Manzi Benítez, ‘Moro’, describió la variedad cromática y poética de la flora nativa con la que Jorge Isaacs construyó su novela, inspirado en el paisaje de la Cordillera Occidental, la llanura del Pacífico.

Me permito reproducir algunos fragmentos de esta investigación: “Siempre llamó mi atención la manera como el autor de ‘María’ describe la presencia de la flora doméstica y nativa atendiendo al número de especies, y cuya vegetación traducida en un sendero de árboles, hace ver con su aguda observación, como si fuera un pintor de verdes movidos. Frente a ese entorno vegetal, discurre la procesión de especies arbóreas que suben los más altos; reposan los medianos en la mitad de la cúpula húmeda y transparente; mientras los reptantes, se cuelgan de sus próximos zarcillos

Compendio de flora nativa que circunda la llanura del Pacífico después de ascender los escalones montañosos de la cordillera occidental. La descripción natural, objetiva, al golpe de aquellas imágenes sensoriales enmarcados en sus ojos, alertan su propia atención ante el desarrollo corpulento de unos especímenes como nubes verdes. Pero también tiene ojos para deleitarse con las pequeñas plantas, casi rastreras, que alegran el huerto con las legumbres que aromatizan próvidamente la exultante sabiduría culinaria. También en el jardín de rosas y azucenas, de lirios y claveles, donde personifica la levedad del sentimiento para huellar toda una malograda historia de amor. De ahí que la descripción natural y objetiva que hace de los árboles y plantas floridas, obligan a hacer un inventario de toda esa naturaleza reunida en la mirada penetrante del investigador, quien, “miró hacia la alta bóveda que los cerros, jiguas y yarumos formaban sobre nosotros, y siguió.” La sensación visual, auditiva y cromática cuando las bandadas de loros se levantan de los guaduales para dirigirse a los maizales vecinos: conocimiento pleno de que estas aves son devoradoras aéreas del maíz; o cuando observa los afelpados de musgos, orlados en la ribera por iracales, helechos y cañas de amarillos tallos; o cuando describe a las floridas parásitas que colgaban de sus ramas y campanillas azules y tornasoladas.

Con una sola mirada, agrupa a estas pequeñas plantas que crecen en humedad extrema y las ordena en un riguroso puesto. Tiene ojo para el detalle al llamar su atención, el huertecillo, donde el perejil, la manzanilla, el poleo y las albahacas mezclan sus aromas; separa los tipos de albahacas, posiblemente entre la silvestre y la domesticada, e intuye en sensación olfativa, el intercambio de olores. Establece una hermosa relación entre la luna iluminando las faldas selvosas blanqueadas a trechos por la copa de los yarumos y el brillo que rebota en el dosel de las hojas. Las arboledas de ceibas y los grupos de palmeras, siempre están en sus recorridos por las haciendas propias y vecinas. Y, qué raro, no menciona al samán.

Pone mucha atención a las flores, de ahí que siempre está atento a lo que se cultiva en el jardín. Nombra con primor a los montenegros, las mejoranas, los narcisos y los claveles. Un manojo primoroso para su gusto. En muchas ocasiones sus descripciones de la vegetación, aquella distribución de las especies, se apartan rotundamente del sentimiento, de la esencia de las cosas, para entrar en el detalle acucioso del gen investigativo. Conocedor del terreno húmedo y pedregoso, identifica con rapidez el rabodezorro, el friegaplato y la zarza, especies de lodazales que siempre invaden la escasa grama que prospera.

La sombra de los árboles, en un clima cálido, es un paraguas que atempera la agitación natural del caminante. A la orilla del río, los guamos churimbos, y los cachimbos, sombrean de bienestar tanto a los visitantes como a los animales que intercambian sonidos en total libertad. Pareciera que el río, su cauce, la selva, los peñascos, tenían para él, un irresistible atractivo, al punto, que lo movían de un lado para el otro; siempre con la atinada mirada de verlo todo: “Como en azoteas, crespos helechos y cañas enredadas por floridas trepadoras”.

Intuitivo en su observación, percibe lo que el otro hace, y regala una descripción: “Sobre la alta bóveda que los cedros, jigua y yarumos formaban sobre nosotros”. ¡Ah! La jigua, nectandra, laurácea. Una constante en su mirar es la imagen del huerto grande que le despierta toda una curiosidad: unas veces son los cocoteros y mangos; otras, los cacaos y los naranjos; los pomarrosos y los madroños; todos lucen un follaje de entreveradas formas en sus hojas: pecioladas, dentadas, lobuladas, ovales, sagitales, en fin, diversas figuras de un mundo vegetal. Sin embargo, el jardín era su debilidad. En él encontraba la delicadeza que sentía por María: cada flor, cada aroma, cada capullo, cada zarcillo, cada sombra proyectada por una mata, lo embriagaba en un claroscuro lírico, como un poema con ritmo y armonía. También el marco del jardín le atraía gustosamente, cuando a su alrededor los sauces se encimaban en sombras a la caída de la tarde, enmurándose; y los robledales hacían guiños a la distancia, mientras las ceibas gavilleras, tupian con su follaje la entrada de la luz...”.

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