Columnistas
Cuando estalla una crisis
“Se necesitan veinte años para construir una reputación y cinco minutos para arruinarla...”.
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11 de nov de 2025, 03:56 a. m.
Actualizado el 11 de nov de 2025, 03:56 a. m.
Ninguna organización está completamente preparada para una crisis. Puede planear simulacros, escribir manuales y entrenar voceros, pero cuando el hecho ocurre —cuando la información se filtra, los medios llaman y las redes hierven—, todo se vuelve incierto. Una crisis es, ante todo, una pérdida temporal del control; no solo de los hechos, sino del relato que los rodea.
En los primeros minutos, los rumores viajan más rápido que la verdad. Los periodistas buscan declaraciones, los medios digitales amplifican versiones y cualquier silencio institucional se interpreta como culpa. Lo que era un asunto interno se convierte en espectáculo público. Entonces, las empresas descubren que la velocidad con la que comunican puede ser tan importante como el contenido mismo del mensaje.
Mientras tanto, las comunidades reaccionan desde la emoción. Quieren explicaciones, no tecnicismos. Buscan empatía, no comunicados. En torno a ellas se construye una narrativa poderosa: la del ciudadano frente a la gran empresa. Si la organización no aparece con rostro humano, el vacío lo llenan otros —vecinos, extrabajadores, activistas o influenciadores— que reinterpretan los hechos según sus propias experiencias y emociones.
Dentro de la empresa, ocurre otra crisis, más silenciosa y quizá más profunda. Los colaboradores sienten miedo, confusión o vergüenza. Algunos temen por su empleo, otros por la reputación de aquello que ayudaron a construir. Cuando la comunicación interna es lenta o distante surgen las filtraciones, los rumores y las versiones cruzadas. En esos momentos, el liderazgo auténtico no consiste en controlar, sino en acompañar; en mirar a los ojos, decir la verdad y sostener emocionalmente al equipo.
Además, en medio de la confusión, surge la presión por mantener la operación en marcha. Los clientes siguen llamando, los servicios deben continuar y los equipos intentan sostener la rutina mientras todo alrededor se tambalea. Esa tensión entre la continuidad y la contención define gran parte del desafío: gestionar el presente sin descuidar el futuro, contener sin detener.
En paralelo, los reguladores hacen lo que les corresponde. Abren investigaciones, solicitan informes y revisan procesos. Es una etapa tensa, porque confluyen dos velocidades distintas. La de la opinión pública, que exige respuestas inmediatas, y la del derecho, que avanza con la prudencia del debido proceso. Navegar entre ambas requiere rigor técnico, serenidad y sensibilidad política.
Todo ocurre al mismo tiempo; los titulares, la presión social, las llamadas de los supervisores y las reuniones urgentes del comité de crisis. En ese caos, el mayor riesgo es reaccionar sin información suficiente o responder con arrogancia. Negar o minimizar el problema es tan común como costoso, pues la negación temprana solo multiplica la desconfianza.
Superar una crisis exige tres virtudes difíciles de equilibrar: humildad para reconocer los errores, transparencia para contarlos y coherencia para corregirlos. Una organización que enfrenta la adversidad con humanidad y responsabilidad puede salir fortalecida. Pero aquella que esconde, manipula o demora sus respuestas, verá deteriorarse su capital más valioso, la confianza.
Cuando todo pasa —y siempre pasa—, queda la oportunidad de aprender. De revisar procesos, reconstruir relaciones y recordar que la reputación no es un activo contable, sino una consecuencia diaria de las decisiones que se toman. Warren Buffett lo dijo con claridad: “Se necesitan veinte años para construir una reputación y cinco minutos para arruinarla. Si piensas en eso, harás las cosas de manera diferente”.
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