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El poeta escéptico, una aproximación a la poesía de Juan Gustavo Cobo Borda

El pasado lunes, 5 de septiembre, falleció en Bogotá, el gestor, editor, crítico y poeta, Juan Gustavo Cobo Borda. Tenía 73 años y se había convertido en el auténtico hombre de letras colombiano. Una aproximación a su singular obra poética.

18 de septiembre de 2022 Por:  L.  C. Bermeo Gamboa, periodista de Gaceta
Juan Gustavo Cobo Borda se distinguió por una desmesurada voluntad literaria, que ejerció como gestor, editor, crítico y poeta. Hoy, su legado es un monumento ineludible para la cultura colombiana. Su obra poética, sin embargo, es el testimonio de un hombre que desconfiaba de las palabras, pero creía que solo la poesía podía hacerlas decir la verdad. | Foto: Foto: Andrés Torres / Colprensa / Gaceta

La primera vez que decidí asistir a una conferencia —cosa por la que desarrollé apatía muy temprano en mi vida—, fue para escuchar a Juan Gustavo Cobo Borda en el patio de Lugar a Dudas, una tarde en Cali. No solo era el editor de ‘Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón’, ‘¡Que viva la música!’ y ‘El cadáver de papá’, era el crítico literario omnipresente en casi todas mis lecturas de escritores y poetas latinoamericanos y, por si fuera poco, había sido amigo cercano de Borges. Pero, sobre todo, era dos cosas: lector y poeta. Un auténtico espécimen de lo que para esos años, principios de la década del 2000, ya estaba en peligro de extinción: un hombre de letras. No podía dejar de verlo, escucharlo y comprobar cómo los libros convierten totalmente a las personas. En aquella ocasión, solo con su memoria habló de Marta Traba y su perspectiva artística, el redescubrimiento del arte propio que causó en Colombia, y de ese trágico accidente aéreo en el que muchos murieron: ella y su compañero —el crítico Ángel Rama—, así como el escritor peruano Manuel Scorza, el mexicano Jorge Ibargüengoitia, y la pianista española Rosa Sabater. Recuerdo que ya había caído la tarde y venteaba fresco, aunque Cobo Borda, de pie con sus 1,93 metros de estatura, hablaba sin parar y sudaba en abundancia, secando su rostro con un pañuelo blanco. Éramos pocos y por la diferencia de proporciones parecíamos estar en un jardín infantil, solo unos cuantos chiquillos sentados alrededor de un maestro que intentaba enseñarnos a leer. En algún momento, cuando contaba que ese día fatídico de 1983, él se encontraba junto a otros escritores y un presidente disfrutando un “cocktail party” en la capital, al que también estaban invitados Traba y su esposo; fue interrumpido por una llamada de Paloma, su hija. “Estoy en Cali, hablando aquí con unas personas sobre Marta Traba”, contestó.

Al finalizar, mientras descansaba sentado en una silla Rimax, me acerqué por una firma para tres libros que hace años conservaba. Los observó y me dijo: “pero estos no son tuyos, ¿cómo los conseguiste?”. En varias páginas se distinguía el sello de una biblioteca municipal. “Estaban en un saldo de segunda”, respondí dudoso. Eran sus ensayos de ‘La otra literatura latinoamericana’ (1982), y los poemarios ‘Todos los poetas son santos’ (1987) y ‘Tierra de fuego’ (1988), en primeras ediciones. No me creyó, lo supe porque en el autógrafo de uno escribió: “A Luis Carlos, cleptómano insigne y mejor lector…”. No era el acostumbrado, y mil veces repetido: “espero que disfrutes este libro, tu amigo…”. Durante años estuve intrigado por esas palabras, ¿me estaba juzgando? ¿Me acusaba? ¿Me quería delatar con la biblioteca municipal? ¿O quizá era la contraseña de un lector reconociendo a otro? Vine a saberlo cuando compré —conservó la factura— su libro ‘El olvidado arte de leer’ (2008). Allí, en una entrevista con Julio Ortega, cuenta cómo su pasión por la lectura y el impulso por la poesía nacieron al mismo tiempo —y con total impunidad—:

«Había en casa un voluminoso libro rojo: ‘El libro de nuestros hijos’. Allí estaban “La canción del pirata” de Espronceda y, qué curioso, un poema de Aleixandre: “Se querían”. Quedaron resonando, indeleblemente. En el Liceo de Cervantes, en la calle 82 de Bogotá, regido por padres agustinos, donde hice mi bachillerato, las paredes en el hall de entrada tenían azulejos, de seguro traídos de España, con la historia pintada del Quijote: un mosaico que se desplegaba en la pared. Finalmente, cuando colaboré en la selección de libros para la fundación de la biblioteca, se me fue quedando uno, cleptómano precoz, que aún conservo: ‘Estructura de la lírica moderna’ de Hugo Friedrich. Y allí estaba, de nuevo, el “Se querían” de Aleixandre. El sello de “Biblioteca. Liceo de Cervantes. Bogotá” y una firma en rojo, ancha, grande: J. G. Cobo Borda, 1963».

***

Desde su primer poemario ‘Consejos para sobrevivir’, publicado en 1974, la poesía de Juan Gustavo Cobo Borda fue el producto acabado de una sensibilidad atemperada por la más implacable autocrítica, en su interior siempre habitaron el melodramático y el flemático, de ahí que cada gran motivo poético: el amor, la patria y —cómo no— la misma poesía, sufran el efecto corrosivo de la ironía.

Decidido a evitar toda pompa retórica, exceso sentimental, elevación mística o filosófica, y siquiera un asomo de autocompasión, para Cobo Borda —como para el alemán Gottfried Benn—, el poema es la mesa de disección donde se evidencia la carne y los fluidos de los que depende toda belleza humana, el poema es un encuentro con la mortalidad.
En el poema homónimo de su primer libro, ofrece quizá una de las definiciones más brutales de la poesía, con una violencia similar a ‘Los cantos de Maldoror’:

Como un marido débil que siente
en la voraz rumia de los días
la vida abandonándolo y golpea
a la esposa con los puños borracho
la patea en el piso
y quitándose el cinturón la azota
para llorar luego
en el gemido abyecto
que presagia deseo y posesión apresurada
ensuciando las palabras más tiernas
con esa boca que tiembla
lamiendo la sal del perdón
así la poesía.


Aunque ya en el prólogo había advertido: “Desconfía, previamente, de cualquier resultado: no se trata de hallar sino de perderse. Un poeta joven es alguien destinado a renegar de sí mismo”. En tiempos de corrección política, ¿qué comentaría Cobo Borda, habría renegado de sí mismo? Tal vez, como afirmó en su ‘Historia de la poesía colombiana, Siglo XX’ (2008), debemos saber que “la compasión es inestable y el sentimentalismo convive con la brutalidad, como nos lo ha recordado Susan Sontag. Y que jamás se ha escrito buena poesía con piadosos sentimientos y conciencia limpia. La mirada del artista es literalmente despiadada”.

Y siendo un poeta colombiano, nacido el mismo año y en la misma ciudad donde asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán, también fue consciente de que “la poesía, como la violencia colombiana, son dos de nuestros rostros que aún no asumimos del todo. Violencia y poesía: allí se origina nuestra imagen más significativa”.

Pese a esto, los reproches más comunes a Juan Gustavo Cobo Borda son su aparente falta de compromiso político, su distanciamiento social, aun su cercanía con el poder. Sospecho que todo obedece a un recelo por su origen “burgués” y las posiciones privilegiadas que ha ocupado en consulados, direcciones de instituciones culturales, y por su reiterado puesto como jurado en concursos literarios. También es despreciado por su aversión a la interpretación marxista, sociológica y psicoanalítica de la literatura, que lo alejó del formalismo académico. Por su naturaleza de lector hedonista, Cobo Borda optó por ser fiel a una crítica literaria abierta a compartir entusiasmos, trazar correspondencias y genealogías entre autores disímiles, incluir citas breves e “in extenso” como joyas en cada ensayo, recordar anécdotas que iluminan una obra y reseñar descubrimientos, obras valiosas por su rareza, novedad o porque fueron olvidadas. Todo lo contrario a construir un sistema teórico o un canon definitivo.

No obstante, un breve repaso a su obra poética bastaría para definir su talante político, que tiene mucho en común con el descreimiento de los poetas epigramáticos y moralistas de la antigua Roma:

Aquí, donde todo un país
se estafa a sí mismo
especulando con pasados que no existen
y futuros que por supuesto nadie disfrutará.

(Aquí y ahora)

La gente, chismosa y solapada,
repartiéndose en silencio el privilegio del abasto de carne;
desviando con acequias el amarillo y lento curso
de los ríos por la Sabana. Creciendo,
intrigando y sobornando.

(La colonia)

País mal hecho
cuya única tradición
son los errores.

(Colombia es una tierra de leones)

El gesto inútil
de escribir en las paredes
mientras el tirano inventa
novedosos suplicios.

(Poesía comprometida)

Este país mediocre,
de endebles mitos,
donde la injusticia
enseña
el hambre de los dientes,
se ha vuelvo tenso,
de nudos ciegos,
que asustan incluso
el sueño de los niños.

(En liquidación)

***

Más allá de polémicas, el rasgo más distintivo de la poesía de Juan Gustavo Cobo Borda y que está íntimamente relacionado con su pasión lectora, es su “esquivo escepticismo”, como lo definió Enrique Molina. Pero la desconfianza del poeta, su cuestionamiento irónico no solo se dirige a la política y la sociedad, alcanza incluso al mismo lenguaje en el que se expresa, por lo que cualquier intento por escribir poesía siempre desembocará en la confirmación de las limitaciones del lenguaje para decir la verdad, haciendo de cada poema una crítica de la misma poesía. En este sentido, Cobo Borda fue siempre consciente de la condición moderna del poeta y las rupturas con la realidad que debía asumir, como planteó Octavio Paz en ‘Los hijos del limo’: “el tema de la poesía moderna es doble: por una parte es un diálogo contradictorio con y contra las revoluciones modernas (…); por la otra, en el interior de la poesía y de cada obra poética, es un diálogo entre analogía e ironía”, puesto que “el arte moderno no sólo es el hijo de la edad crítica sino que también es el crítico de sí mismo”.

Es por ello, que el “Arte Poética” de un poeta escéptico no podía ser otra revelación que una sarta de preguntas incómodas: “¿Cómo escribir ahora poesía, por qué no callarnos definitivamente y dedicarnos a cosas mucho más útiles? ¿Para qué aumentar las dudas, revivir antiguos conflictos, imprevistas ternuras; ese poco de ruido añadido a un mundo que lo sobrepasa y anula? ¿Se aclara algo con semejante ovillo? Nadie la necesita. Residuo de viejas glorias, ¿a quién acompaña, qué herida cura?”.
Su poesía es, como dice un verso de su poemario ‘Tierra de fuego’ —no sin énfasis melodramático—, “el llanto del poeta, ese payaso empolvado que canta su fracaso lírico”. Pero aceptar esta difícil condición, no impide que “algo irreprimible me ha obligado de nuevo a tratar de decir la vida con palabras insuficientes”. Entonces, cuando las palabras ya no pueden sobreponerse a nuestro gran absurdo vital, remediar en alguna medida nuestra alienación cotidiana, es comprensible que muchos poetas opten por abandonar su vocación, ahora carente de sentido. Pero no Juan Gustavo Cobo Borda, alguien que ha pasado la mayor parte de su vida leyendo ficciones, habitante feliz de los simulacros construidos por escritores, ama demasiado las palabras como para dejarlas. Entre todo el sinsentido de la realidad, su último acto de fe será por la ficción literaria: “Ahora comprendo: en aquellos malos libros había amores más locos, guerras más justas, todo aquello que algún día habrá de redimir tantas causas vacías”.

Por eso, tendrá la valentía de aceptar sin reparos que “Los poetas mienten”, como antes lo habían declarado Friedrich Nietzsche y Fernando Pessoa. Y en su momento, así lo confirma el poeta colombiano:

Bien o mal, los poetas no cobran nada
por revelar el engaño consentido
con que entre todos nos sentimos
seres reales de carne y hueso.

Sólo el poeta sabe
de su radical inexistencia.

Él es apenas
esa ficción
construida por sus versos.

***

En lo más profundo, Cobo Borda deseó ser siempre un poeta amatorio —sin miedo a la cursilería—, de aquellos que, como Amado Nervo, tenían el poder de inmortalizar a sus amadas. Sin embargo, por su oficio lector tuvo muy temprano la certeza de que era un error intentar escribir poemas de amor. De modo que guiado por su escepticismo, se deshizo de cualquier verdad absoluta sobre la poesía, y pensó que quizá sería original —menos cursi y válido para nuestro tiempo— escribir poemas sobre la imposibilidad de escribir poemas de amor.

De allí partió para escribir gran parte de su obra poética, logrando acoplar en una misma entonación lírica: la imposibilidad de alcanzar la verdad mediante las palabras y el deseo nunca satisfecho plenamente de los amantes, lo que otorga a sus poemas un fino erotismo, cargado de ironías y humor negro.

En “Elogio de la superficialidad”, uno de sus mejores poemas, está concentrada toda la personalidad poética de Juan Gustavo Cobo Borda:

Apenas cuerpos
que se han querido
como nadie nunca
y ahora se desunen.
Así de sencillo.

Que el cotorreo sentimental
no subleve la bilis.

Ninguna tensión rígida:
desnudarse, dejarse ir.
Sin embargo, par delicatesse,
volvemos a convocar
el baboso yugo.

Por cortesía
ensuciamos la placidez física
con un lenguaje previsible.
El subconsciente: esa cloaca turbia.
El amor y sus borborigmos.
Tan profunda como deleitable
la energía del cuerpo
al ejercer su oficio.

Quiéreme así,
como cuerpo apenas,
que alma, corazón
y demás bisuterías
nadie sabe bien
si existen.


Contrario a la nefasta advertencia de Cyril Connolly en ‘La tumba inquieta’: “Los poetas que discuten sobre la poesía moderna, chacales que gruñen en torno a un manantial seco”. Cobo Borda encontró una pequeña vertiente húmeda para su poesía y su obra literaria, como afirmó en una entrevista: “en el poema o en el ensayo, en la antología de poesía o en el texto sobre pintura. Quizás la poesía trate del mundo, del hombre, de la naturaleza y la sociedad, del hombre y la mujer en el mundo, pero trata, ante todo, de la propia poesía”. Solo llevando al extremo esta perspectiva negativa y pesimista de la poesía, es como un poeta se transforma misionero del arte, haciendo penitencia por un dios que quizá está muerto, sacrificándose por una causa inútil, solo así puede entenderse una sentencia tan categórica como esta, escrita por un poeta escéptico: “escribir es rezar de modo diferente. Las únicas noticias que valen la pena están en los poemas. Todos los poetas son santos e irán al cielo”.

¿Fue Juan Gustavo Cobo Borda un santo? Ciertamente fue un poeta, no el más grande de su generación, porque perteneciendo a la “tradición de la pobreza” ninguno puede ser grande, pero sí fue uno de los poetas más divertidos, estimulantes y honestos. Creo que la santidad de Cobo Borda podría definirse como el gato de Schrödinger: solo leyendo sus poemas, observando ese juego de incredulidad y devoción por el lenguaje, podremos saber cómo muere y resucita la poesía.

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