Cali
El aguante no se jubila: Don Carlos, 69 años alentando al América
Carlos Alberto Giraldo Brand ha vivido las glorias y las tragedias de La Mechita. Salta 90 minutos, como si fuera un muchacho más de Barón Rojo. “La popular me dio vida”. Crónica del hincha que nunca se sentó.

15 de jun de 2025, 11:39 a. m.
Actualizado el 15 de jun de 2025, 02:26 p. m.
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Carlos Alberto Giraldo Brand, al que todos en la barra Barón Rojo Sur del América de Cali llaman “el viejo del aguante”, mira hacia el segundo piso de la tribuna norte donde está la orquesta de la barra y, como si sintonizara la canción que empiezan a entonar, él, en el primer piso, la retoma saltando.
“Vamos, rojos, vamos. Ustedes pongan huevos que ganamossss”.
Es miércoles y América pierde, de momento, 1–0 contra el Junior de Barranquilla.
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El partido es a las 8:15 de la noche, pero Don Carlos —como también lo llaman en la barra— acostumbra llegar cuatro horas antes al estadio Olímpico Pascual Guerrero. Lo veo caminar despacio por la Avenida Roosevelt. Tiene puesta la camiseta original del América, con un estampado de la óptica donde trabaja en el centro de Cali: Expovisión. Sujeta una bolsa negra en la que trae otras dos camisetas del equipo que piensa regalar a unos amigos, y una botella de whisky con apenas un cuarto de su contenido.
— Me gusta llegar temprano a la previa y compartir con mis amigos. Yo no tomo trago, solo el 25 de diciembre, que es mi cumpleaños, pero de vez en cuando, antes de entrar al estadio, me tomo una cerveza —dice Don Carlos, y le entrega la botella a un jovencito que lo saluda estrechándole la mano con fuerza.
La “previa”, es decir, la reunión de hinchas antes del partido en la que ponen en parlantes portátiles las canciones del equipo y a veces queman pólvora, se realiza en una calle contigua al estadio que los aficionados del América han bautizado como “la calle del Diablo”, que, curioso, queda justo frente a la Iglesia de La Milagrosa.

Como ha empezado a llover sobre la ciudad, con Don Carlos nos resguardamos en una cafetería. Noto que lleva dos relojes: uno en su muñeca izquierda, de color rojo; el otro en la mano derecha, negro.
— Desde siempre los he usado. En uno marca la hora de Argentina, que nos lleva dos horas; en el otro, la hora de Colombia. Es decir, que si ya son las 5:00 de la tarde en Cali, en Buenos Aires son las 7:00. Los uso por los partidos. No me pierdo el fútbol argentino. Soy seguidor de Independiente, el Rey de Copas. Tengo varias camisetas del equipo: la roja, la negra y la blanca —explica.

El fútbol es la vida de Don Carlos. Quizá se deba a que fue bautizado a un par de cuadras del estadio, en la Iglesia San Fernando Rey. Nació el 25 de diciembre de 1955, hace 69 años, y desde siempre ha ido al Pascual Guerrero para ver al América. En su celular tiene fotos en blanco y negro vestido de diablo en la cancha, junto a los jugadores.

— A ver, ¿quién es este jugador? Si dice el nombre le gasto un pastel —me dice Don Carlos con la sonrisa de quien sabe que no tengo la respuesta. En el celular muestra una foto suya, siendo un niño, con un integrante del América minutos antes de un partido.
— ¿La Fiera Cáceres?
— No, José Luis ‘el Tucumano’ Cruz.
Y pensar que hace unos meses entrevisté al ‘Tucumano’. Pero en la foto luce muy distinto. Mientras la lluvia arrecia, Don Carlos sigue explicando su amor por el América.

— Fue mi papá el que me hizo hincha. Como vivíamos en la Roosevelt, cerca de donde es hoy la Fiscalía, nos veníamos caminando para el estadio. Mi papá nos llevaba a occidental, pero antes nos dejaba con los jugadores para que saliéramos con ellos a la cancha. Era la época de Riascos, Bolaños, cuando el América jugaba como nunca y perdía como siempre.
Como eran 12 hermanos, el padre de Don Carlos los turnaba para ir al estadio; un domingo iban unos, el siguiente los otros. Pero Carlos Alberto Giraldo Brand es de los que no se pierde ningún partido. Apenas su papá salía para el estadio con sus otros hermanos, él se escapaba de la casa y entraba a la tribuna sur, en gorriones, donde había una tabla de 1 metro con 20 centímetros y los niños que pasaran por debajo podían entrar gratis.
Don Carlos, cuyo abuelo era alemán —lo que explica su apellido Brand y sus ojos claros—, era también un niño alto, por lo que algunas veces simuló tener una discapacidad que lo hacía arrastrar la pierna. Así se podía agachar bajo la tabla, hasta que una vez lo descubrieron.

— Alcancé a entrar un año y medio a gorriones, donde comía chita, un pastel barato hecho a base de maíz. Costaba 10 pesos, con aguapanela. Eso sí, me salía faltando cinco minutos para que se acabara el partido, tenía que llegar a la casa antes de que lo hiciera mi papá, que estaba en occidental, porque él era muy estricto. Si se enteraba de que me había ido al estadio solo, era pela fija.
Cuando ya no pudo volver a entrar gratis a gorriones, Don Carlos se ideó otro plan: ir a occidental, observar a los adultos que iban al estadio solos y pedirles que dijeran que era su papá. Eran tiempos en los que un adulto con boleta podía ingresar gratis a un niño.
En ese entonces el ídolo de Don Carlos era un talentoso jugador colombiano que solo los veteranos del fútbol recuerdan: Pedro Nel Ospina. Una de sus hazañas fue hacerle un gol de chalaca a uno de los mejores arqueros del mundo, Amadeo Carrizo, quien atajaba en Millonarios. Tras el gol, los hinchas que llenaron el Pascual Guerrero gritaban: “Amadeo, Amadeo, ¿dónde estás que no te veo?”.

Eran los días de La Mechita, como le decían a un América que hasta entonces no tenía un solo título. El consuelo de los hinchas era un invicto de 22 fechas sin perder en el torneo, con el técnico argentino Julio Tocker. Hasta que el equipo fue adquirido por los narcotraficantes Rodríguez Orejuela —a quienes Don Carlos conoció, pues eran de su mismo barrio— y empezó a ganarlo todo.
— En el primer título de 1979, jugando contra Unión Magdalena, yo estaba en el segundo piso de occidental. Alcancé a ver el primer gol de Alfonso Cañón. El segundo, de Víctor Lugo, no, por la borrachera que tenía. Ese día me fui a celebrar a la casa de un amigo en el barrio Bretaña. Casualmente, enseguida vivía un jugador del América que no fue convocado para ese partido, Horacio ‘el Sordo’ Ferrín, y se unió a la rumba que duró hasta el día siguiente.
Aunque la mayor alegría que recuerda Don Carlos no fue el primer título del equipo, sino el ascenso a la primera división después de cinco años en segunda. Cuando el árbitro levantó las manos para terminar el partido, él se le lanzó en la tribuna sur a uno de sus dos hijos, de la felicidad que sentía.

Minutos antes, el Quindío —el rival de aquella tarde— por poco anota con un cabezazo que atajó el arquero Carlos Bejarano. Don Carlos sintió que el corazón se le iba a salir. Él está seguro de que el América no es un equipo recomendable para quien sufra del corazón. Tampoco duda que haber descendido le dolió más que la derrota en aquella final de Copa Libertadores en el último instante contra Peñarol –él estaba en ese estadio– o que, incluso, separarse de su esposa.
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Cuando inició el partido contra el Junior, Don Carlos se dio la bendición, extendió las manos al cielo y comenzó a cantar y a saltar encima de la baranda que divide la tribuna norte de la pista atlética. A los 69 años, y pese a una operación de rodilla producto de un accidente de tránsito –una moto lo atropelló cuando iba en bicicleta–, Don Carlos salta los 90 minutos del partido como si fuera un jovencito más de la barra Barón Rojo.
Él cree que la buena salud de sus rodillas se debe a que, en su juventud, fue arquero. Desde entonces le dicen ‘Tanga’. Don Carlos aclara que no es porque no tapara nada, sino por un gol que recibió tras una mala decisión de un árbitro. Quién sabe.
En los primeros minutos del juego, el Junior anotó un gol y, enseguida, Don Carlos –como el resto de la barra– comenzó a cantar con más intensidad. Está seguro de que el “aguante” de la tribuna es un impulso para los jugadores del América en momentos difíciles del partido.

“Salta la hinchada, salta, salta todo el Barón, vamos Mechita, vamos Mechita, quiero verte campeón”.
Al minuto 13, Duván Vergara empata el partido y Don Carlos, con los ojos humedecidos de alegría, se abraza con los que están a su alrededor y continúa con los cantos. “Y mi cucha me decía, que la Mecha era mi vida”.
A la barra Barón Rojo Sur empezó a asistir hace una década, al menos, tras una operación matemática que le hicieron sus hijos. Si iban a occidental, se gastaban más de $300.000 solo en boletas. En cambio, si asistían a la popular, era la mitad y quedaba plata para las hamburguesas a la salida. Además, en occidental el fútbol se vive con frialdad, mientras que en la barra se salta y se canta todo el partido.
Así fue. A Don Carlos le gustó tanto la tribuna popular que comenzó a viajar con la barra a todos los partidos del América. Hasta que, en Santa Marta, los hinchas visitantes le tiraron piedras al bus y se armó una trifulca. Desde entonces, Don Carlos viaja solo desde el Terminal de Transportes y se encuentra con la barra donde esté. Pero jamás volvió a subirse en el mismo bus.

No está de acuerdo con la violencia de algunos. No le gusta que a los hinchas visitantes les revisen si tienen tatuajes del equipo rival o los agredan. Al estadio, dice, debe entrar todo el que quiera, sea hincha de quien sea. Le pregunto si acaso no podría hacer algo para que los violentos en la barra cambien de comportamiento. Él se sonríe. Es imposible, dice. La barra, en realidad, la conforman varios grupos, por lo que no hay un solo líder. Eso dificulta su manejo. Hay, además, muchos intereses de por medio, como el microtráfico de drogas. Y hay disputas en la ciudad que se trasladan a la tribuna.
Muchos no entienden por qué a veces entre los mismos integrantes de Baron Rojo Sur se agreden. Lo que sucede, explica Don Carlos, es que en Cali hay barrios donde se levantan fronteras invisibles: muchachos de una cuadra que no se pueden ver con los de otra, y en la barra se encuentran y hay peleas. Por eso él se mantiene alejado de todo ello. Solo va a cantar, a saltar, a disfrutar el fútbol. Y eso que su cédula está bloqueada tras los disturbios de la final contra Nacional por la Copa BetPlay. Él sabía lo que iba a pasar y se salió diez minutos antes de que acabara el partido, pero las cédulas de las 7.000 personas que compraron boleta para la tribuna sur ese día quedaron restringidas.

— Los vándalos eran quizá 200, pero pagamos los platos rotos todos los que entramos. Hay una estigmatización hacia la tribuna popular. Es cierto que hay gente violenta, pero también va gente que ni siquiera se fuma un cigarrillo.
Don Carlos hace una mueca de molestia. No le parece justo que el América lo llame para hacer una promoción para la venta de los abonos, y no solo sigue con su cédula bloqueada —le deben enviar la boleta para poder entrar al estadio—, sino que el equipo ni siquiera tuvo un detalle con él por el tiempo que le brindó.
Pero todo eso no le importa en este momento, cuando hay un penal a favor y Rafael Carrascal convierte el gol para remontar el marcador adverso por un definitivo 2–1 contra Junior. Don Carlos se quita la camiseta y comienza a ondearla mientras salta y canta.

“Una vez más, el sentimiento de ser escarlata me hace delirar. Vas a morir, vas a llorar, se va a caer la popularrr”.
Cuando finaliza el juego, sale en medio de la tribuna como un rockstar. Varios jovencitos se acercan para saludarlo y tomarse fotos con él. No son pocos los que le dicen: “Qué bueno llegar a la edad suya y seguir con el aguante para el equipo”, y él les responde que, para hacerlo, hay que llevar una vida sin vicios.
En la previa del partido, Don Carlos me había dicho:
— Venir a la popular, a la barra, me ha dado vida.