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Un adulto responsable
La seguridad se ha deteriorado visiblemente; hay zonas enteras bajo control de grupos armados, y el Estado parece replegarse.
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2 de oct de 2025, 03:17 a. m.
Actualizado el 2 de oct de 2025, 03:18 a. m.
Cuando en una casa nadie pone orden, todo se desmadra. Se rompen los platos, se sube el volumen, se pelea por cualquier cosa. Y cuando alguien finalmente intenta restablecer el control, ya es tarde: el cansancio ha hecho mella, la confianza está quebrada y la ruina es evidente.
Así está Colombia hoy. No es solo un problema de gobierno, aunque buena parte del desorden proviene de ahí. Es un problema de ambiente: ruido permanente, ansiedad colectiva, decisiones erráticas. Un país que camina en sobresalto, sin pausas, sin dirección.
El presidente Gustavo Petro ha sido, sin duda, el gran generador de este vértigo. Su forma de gobernar ha convertido la agenda pública en una sucesión frenética de propuestas insensatas, confrontaciones innecesarias y giros inesperados. Cada semana se anuncia algo nuevo: una constituyente, una marcha, un cambio de gabinete, una reforma sobre otra reforma. Y lo que se instala no es el debate, sino la confusión.
Este no es un liderazgo que oriente. Es un estilo que desestabiliza. No hay construcción institucional ni confianza de largo plazo. Solo titulares que duran 48 horas y luego se evaporan, dejando tras de sí una estela de frustración y fatiga. El país parece vivir en una montaña rusa emocional. En lugar de avanzar con rumbo y propósito, Colombia reacciona al caos del momento.
Más allá del tono narrativo, los resultados también hablan por sí solos. La seguridad se ha deteriorado visiblemente; hay zonas enteras bajo control de grupos armados, y el Estado parece replegarse. La economía resiste por inercia, pero el déficit fiscal crece y la confianza inversionista se erosiona con cada mensaje contradictorio. El sistema de salud vive una crisis cotidiana que millones de usuarios padecen en carne propia. Las instituciones, por su parte, han sido golpeadas; los contrapesos debilitados, y la incertidumbre jurídica es ya parte del paisaje nacional. Las reglas parecen cambiar sobre la marcha, y eso mina la certeza mínima que necesita cualquier sociedad para prosperar.
Y mientras tanto, en la otra orilla política, lo que se observa es una proliferación sin precedentes de aspirantes. Algunos conteos hablan de más de cien posibles candidatos. Hay buenas intenciones, sin duda. Hay liderazgo genuino en algunos casos. Pero también hay improvisación, oportunismo y falta de preparación. No todos pueden. No todos deben. No todos están listos.
La política se ha vuelto un concurso de nombres, no de ideas. Y eso también es peligroso.
Colombia no necesita más ruido. Necesita dirección.
No necesita más nombres. Necesita visión.
Y, sobre todo, necesita eso que hoy escasea en la política: un adulto responsable.
Porque nos estamos jugando la patria. Otro gobierno con este mismo modelo —o con uno más radical— podría terminar por quebrar los equilibrios institucionales que han sostenido a Colombia por dos siglos. Podría capturar las cortes, debilitar aún más los contrapesos, manipular la elección de magistrados o incluso reescribir las reglas de la democracia. La tentación autoritaria crece cuando el caos parece la única constante.
Colombia no es un ensayo. No es un experimento. Y no es un juego.
Llegará el momento de elegir. Y ojalá ese día no nos encuentre con la cabeza saturada de ruido ni con el alma arrastrada por la emoción del momento. Porque ya vimos lo que pasa cuando los adultos se ausentan.
Y esta fiesta, créanme, nos está saliendo demasiado cara.