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¿Por qué nos odiamos?

Aquí el odio se cultiva como si fuera un deber patriótico, se respira en la inquina, en la sevicia, en la división política que cada día se empeña en avivar las brasas.

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Álvaro Benedetti
Álvaro Benedetti. | Foto: El País

1 de sept de 2025, 03:49 a. m.

Actualizado el 1 de sept de 2025, 03:50 a. m.

Cada tanto me aparto a pensar por qué ellos se odian y, peor aún, por qué terminamos odiándonos todos. No discutimos: nos insultamos. No debatimos: nos gritamos. Nadie busca convencer, sino vencer; no dialogar, sino borrar al otro del mapa moral. Esa es la gramática que nos rige.

Más allá del crimen, la corrupción o las violencias de manual, lo que corre es esa rabia íntima y cotidiana; la desconfianza en el vecino, el desprecio por la diferencia, la burla que se alimenta del tropiezo ajeno. Es un rencor heredado, como un apellido protervo. Nació en las guerras civiles del XIX, se multiplicó con los asesinatos políticos del XX y hoy persiste en el apodo, la envidia, la sospecha, la piedra antes que el puente.

Generalizar es injusto, lo sé, pero somos una sociedad enferma; y no lo digo con desprecio, sino con la pesadumbre de aceptar que la llaga lleva demasiado tiempo abierta. Aquí el odio se cultiva como si fuera un deber patriótico, se respira en la inquina, en la sevicia, en la división política que cada día se empeña en avivar las brasas.

Lo que siguió al asesinato de Miguel Uribe Turbay no fue duelo compartido ni reflexión nacional, ni siquiera el silencio que cabría esperar como gesto mínimo. Nada. Ni el Presidente ni el jefe de la oposición; tampoco la mayoría de los aspirantes a gobernar, y mucho menos el coro estridente de las redes, fueron capaces de un acto elemental de humanidad. Todo degeneró en oportunismo. Es cierto que en medio de la libertad cualquiera puede decir lo que quiera, pero cuando la ignorancia se disfraza de ideología y la crítica se vuelve destructiva, deben existir límites.

Pero el mal no es solo político, es también social. Los estratos -esas castas de las que habla Mario Mendoza- reproducen la distancia y la prevención. El de arriba sospecha del de abajo; el de abajo aborrece al de arriba. Nos evitamos, como si el contacto fuera contagio. Y quizá tengan razón, si lo único que impera es la obsesión por lo material, el clasismo frío que segrega o la resistencia visceral contra quienes encarnan privilegios.

En esa lógica torcida se ignora que la desgracia de uno termina siempre arrastrando a todos. Esa ceguera explica por qué esta nación mestiza, pobre y atrasada permanece varada en un pantano de mediocridad, como lo recuerdan, una y otra vez, los indicadores de educación, productividad y calidad de vida que nos miden frente al mundo.

Amamos esta tierra fecunda, pero ese amor se estrella contra unos falsos líderes y una multitud condenada a asfixiarla, y así nos hundimos. Alimentados de basura, tarde o temprano llega el instante en que solo queda elegir desde dónde mirar. Y en ese umbral se abre la disyuntiva: aferrarse a una dignidad precaria o lanzarse hacia un horizonte incierto donde acaso pueda redimirse el malestar colectivo.

Al final, se trata de resistir con la firmeza de los obstinados o resignarse, como tantos miles ya lo han hecho, a que el cambio -si llega- vendrá con una lentitud insoportable. Demasiado para quienes carecen de la paciencia de esperarlo, y por eso eligen marcharse lejos, hacia un lugar donde el odio no sea lengua materna.

Tal vez no respondí la pregunta, o mis palabras no alcancen a convencer. Sin embargo, quiero creer que hay salida. Como todo cuerpo doliente, la cura requiere empeño; reconocer al otro, practicar la empatía, aceptar que el disenso es el fundamento de la convivencia. Eso es, en últimas, aquello que las democracias maduras llaman civilidad política, el pacto elemental que en este país insistimos en aplazar.

Consultor internacional, estructurador de proyectos y líder de la firma BAC Consulting. Analista político, profesor universitario.

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