Columnista
Moderar el lenguaje
Colombia ya está tensionada. No por discursos abstractos, sino por palabras concretas que dividen, hieren y empujan.

12 de jun de 2025, 02:36 a. m.
Actualizado el 12 de jun de 2025, 02:36 a. m.
¿Qué pasa cuando desde la Casa de Nariño se siembra señalamiento y resentimiento con una sola frase? No hace falta un arma para herir. A veces, basta con una palabra. En Colombia, donde llevamos décadas enfrentando violencia, sabemos que el lenguaje puede dividir, intimidar y fracturar.
Desde que Gustavo Petro asumió la Presidencia, su discurso ha sido hostil, confrontacional y cargado de resentimiento. No se trata de exabruptos ocasionales, sino de un estilo constante que ha golpeado a congresistas, periodistas, empresarios y ciudadanos. Lo ha hecho en tarimas, medios y en su cuenta de X. Incluso contra quienes cumplen funciones esenciales en democracia: llamó “HP esclavistas” a senadores, tildó de “perfiladores nazis” a ciudadanos críticos y calificó a periodistas como “muñecas de la mafia”.
Los ataques no se han limitado a personas. Ha señalado medios con nombre propio: a Caracol Noticias la acusó de ser una “agencia del Mossad”. A Semana la convirtió en blanco predilecto, acusándola de mentir, manipular y conspirar contra su gobierno. El efecto es claro: deslegitima al periodismo, erosiona la credibilidad institucional y alimenta la desconfianza, justo cuando más necesitamos información veraz y equilibrio democrático.
La Misión de Observación Electoral también lo ha alertado: en contextos de alta tensión política, el 20 % de los mensajes en redes muestran intolerancia o agresión. No por azar, sino por climas discursivos que validan el insulto, anulan el debate y transforman el desacuerdo en enemistad.
El problema ya llegó a las instituciones: la Corte Constitucional advirtió que ese lenguaje “rompe el tejido democrático al negar legitimidad al disenso”. Y el Consejo de Estado ordenó retirar expresiones por estigmatización.
Además, un estudio de La Silla Vacía, basado en inteligencia artificial aplicada a 603 discursos del Presidente entre 2022 y 2024, reveló un aumento sostenido del uso de palabras agresivas como ‘traidores’, ‘mafias’ o ‘enemigos del pueblo’, sobre todo en coyunturas adversas. No es espontáneo. Es sistemático y funcional al relato de polarización.
El atentado contra Miguel Uribe Turbay mostró esa deriva con claridad. En lugar de una condena firme, el Presidente publicó un mensaje ambiguo sin mencionar al senador. Luego vino una alocución tibia. Y 36 horas después, el discurso giró hacia insinuaciones de conspiración y enemigos del Gobierno. Pasó del silencio al señalamiento. De la prudencia institucional al aprovechamiento político.
Y aunque no ha llamado directamente a la violencia, el efecto acumulado de su lenguaje ha sido instalar un clima de confrontación permanente. Una atmósfera donde discrepar es traicionar, informar es atacar y disentir es conspirar. Así no se construye una democracia: se fractura.
Colombia ya está tensionada. No por discursos abstractos, sino por palabras concretas que dividen, hieren y empujan. Si no moderamos el lenguaje -desde el Gobierno y también desde sus opositores- seguiremos alimentando un país donde el desacuerdo se vive como amenaza y el debate como guerra.
Esto no es una pelea entre bandos. Es un llamado ciudadano. Una advertencia serena, pero firme: si no desescalamos, todos perdemos. Porque la violencia comienza cuando dejamos de ver al otro como legítimo. Y cuando eso ocurre, lo demás -lo peor- es solo cuestión de tiempo.