Columnistas
La política convertida en espectáculo
La política se volvió una serie sin guion, pero con exceso de drama.
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16 de oct de 2025, 01:27 a. m.
Actualizado el 16 de oct de 2025, 01:27 a. m.
Hay momentos en que la política deja de ser el arte de gobernar y se convierte en una obra de teatro. Los discursos se escriben pensando más en las redes que en la realidad, los debates se preparan para el aplauso inmediato y los dirigentes se comportan como actores en busca de cámara. Colombia vive hoy una política de luces y pantallas: una realitycracia donde importa más el personaje que el propósito.
Mientras tanto, el país real se hunde en el silencio. En los barrios, la gente sigue levantándose temprano para trabajar, sortear el transporte, buscar medicinas o pagar los servicios. Ese ciudadano común —el que sostiene la nación sin aparecer en titulares— ve cómo los poderosos se insultan, los dirigentes se acusan y los medios transmiten el caos como si fuera entretenimiento. La política se volvió una serie sin guion, pero con exceso de drama.
En este espectáculo, las ideologías son disfraces. Muchos cambian de bando según la temporada, otros fingen rebelión para ganar audiencia y algunos se inventan enemigos para tener libreto. La consecuencia es devastadora: se confunde el liderazgo con el protagonismo y la gestión con la vanidad. Ya no se discuten ideas, sino frases virales; no se buscan acuerdos, sino titulares.
Colombia parece atrapada en una política de emociones extremas: gritos en lugar de argumentos, indignación en lugar de reflexión, insultos en lugar de soluciones. Cada crisis se explota mediáticamente, cada error se sobreactúa, cada gesto se interpreta como parte de una telenovela nacional. Y en ese ruido se pierde lo esencial: gobernar.
Porque gobernar no es posar ni provocar. Es construir serenamente. Es escuchar, decidir, rendir cuentas. Pero el espectáculo no tolera el silencio ni la prudencia: exige escándalos, polémicas, enemigos. Y el ciudadano, saturado de ruido, termina anestesiado. Ya no cree en nadie ni en nada. Esa es la tragedia de nuestra democracia: el escepticismo se volvió la emoción dominante.
No siempre fue así. Hubo un tiempo en que la palabra tenía peso, la coherencia valía más que el trending topic y la política era conversación, no gritería. Recuperar eso exige carácter y entender que el poder no se mide por el número de seguidores, sino por la capacidad de transformar realidades.
Gobernar no es una función en solitario, es una responsabilidad compartida. Es mirar al ciudadano no como público, sino como propósito. Detrás de cada decisión hay vidas concretas, familias reales, esperanzas que no se pueden usar como telón de fondo. Cuando el poder olvida eso, se vuelve espectáculo. Y cuando la gente deja de creer, la democracia se apaga.
El país necesita menos actores y más servidores; menos espectáculo y más propósito. Líderes que bajen del escenario, se manchen los zapatos caminando entre la gente y prefieran la verdad impopular al aplauso pasajero. La política debería ser como un faro: iluminar en la tormenta, no encandilar. Hoy muchos confunden brillo con luz. Pero la luz guía; el brillo distrae.
Colombia no necesita más protagonistas, sino responsabilidad. No más gritos, sino rumbo. No más espectáculo, sino Estado. Porque cuando la política se convierte en show, el pueblo termina siendo el público… y la Nación, el escenario donde se consume la función.
Y cuando el telón caiga —porque siempre cae—, no importará quién habló más fuerte, sino quién sostuvo la esperanza, quién reconstruyó la confianza, quién eligió servir en lugar de actuar. Ese será el verdadero protagonista del país que aún puede renacer.