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La música de la vida

La música trasciende su dimensión sonora para constituirse en una manifestación esencial de la experiencia humana.

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Rodrigo Obonaga Pineda.
Rodrigo Obonaga Pineda. | Foto: El País.

22 de oct de 2025, 01:52 a. m.

Actualizado el 22 de oct de 2025, 01:52 a. m.

En un mundo en constante transformación, donde el tiempo desgasta nuestros cuerpos y los días parecen fugaces, hay algo que permanece: la música. No solo nos acompaña, sino que constituye parte esencial de nuestro camino; es una revelación que trasciende toda filosofía, como lo expresara Ludwig van Beethoven, el coloso de Bonn.

Preocupado por el misterio que sobrepasa la fugacidad de la existencia, he hallado en la música una fuente inagotable de belleza y entrega. Frente a la inevitable ley del tiempo —la transitoriedad, la declinación biológica, la insignificancia y la muerte—, ya no queda resistencia, sino aceptación serena sostenida por el arte sonoro.

Cuando nos sentamos a escuchar el vasto repertorio de los grandes maestros de la música clásica, descubrimos vidas encendidas que han hecho inmortal a la música, y que, a su vez, han sido inmortalizadas por ella. Muchos compositores no gozaron del privilegio de escuchar en vida la grandeza de sus propias obras. No obstante, nosotros accedemos hoy a una biblioteca sonora infinita que nos permite elegir y habitar ese legado con asombro renovado.

La música puede surgir del abismo y, aun así, cantar. Beethoven no escuchó su Novena Sinfonía, pero nosotros seguimos oyendo su grito de esperanza, que atraviesa el tiempo con intacta fuerza espiritual.

Comenzar el día con obras que despiertan el alma, como el Septimino Op. 20 de Beethoven, o cualquiera de las sinfonías y conciertos de Mozart, es recibir un impulso vital que confirma que la música es vida. Como afirmó Platón: “La música da alma al universo, alas a la mente, vuelo a la imaginación y vida a todo”.

El virtuosismo y colorido de Antonio Vivaldi, el colosal edificio sonoro de Johann Sebastián Bach —con sus conciertos para clavicémbalo, suites, cantatas y corales—, la genialidad equilibrada y jocosa de Haydn, así como la elegancia y vitalidad de Handel, nos ofrecen un repertorio inagotable para restablecer el ánimo y renovar energías, incluso en los momentos de mayor caída emocional.

En medio de un mundo dominado por la prisa, la fragmentación y la ansiedad existencial, la música de los grandes periodos históricos continúa hablándonos con una voz que trasciende el tiempo. No es solo arte: es consuelo, refugio y sentido.

En el Barroco, hallamos un lenguaje sonoro pleno de sentimiento libre, sano y profundo. Su equilibrio entre pasión y ternura ofrece un orden musical que apacigua el caos interior. La complejidad estructural y la espiritualidad de este periodo nos revelan que el hombre del Siglo XXI, en su crisis de sentido, debe regresar a su esencia.

El clasicismo, por su parte, exalta la claridad, la proporción y la serenidad formal. En medio del fragor de la vida cotidiana, esta música representa una pausa necesaria. Como ya lo advertía Aristóteles, es imprescindible hallar el justo medio: la música clásica se convierte así en un espacio vital donde respirar y reencontrar el equilibrio perdido. Haydn, Mozart, Beethoven, trinidad del clasicismo perfecto.

La música del romanticismo nos invita a acoger sin reservas las emociones profundas y contradictorias de un yo quizás no resuelto, que se interroga a través del arte. Su lenguaje musical da voz a la nostalgia, a la lucha interior y al anhelo de lo infinito, permitiéndonos habitar la grandeza y la intensidad de la experiencia humana en toda su complejidad. Schubert, Tchaikovsky, Mendelssohn, Schumann forman una tetralogía de esplendor soberano del romanticismo puro.

Y en este breve, aunque significativo recorrido, llegamos a la música moderna y contemporánea, cuya libertad expresiva y ruptura de formas tradicionales refleja con fidelidad la fragmentación del mundo actual. Este periodo nos insta a escuchar lo incierto, a habitar lo nuevo, y a descubrir en lo inesperado nuevas formas de belleza y sentido. Mahler, Stravinski, Schostakovich, ejemplo perfecto de grandeza sinfónica.

La música de la vida no es un mero eco del pasado: es una presencia viva que continúa interpelando nuestra humanidad. En cada nota, en cada silencio, se nos ofrece la posibilidad de reconciliarnos con nosotros mismos y con el mundo, convirtiendo la experiencia turbulenta en un acto profundo de reencuentro con la existencia.

La música trasciende su dimensión sonora para constituirse en una manifestación esencial de la experiencia humana. A lo largo de los siglos —desde el barroco hasta la modernidad— ha reflejado y acompañado las transformaciones del espíritu, de las culturas y de las sociedades.

Se revela, en última instancia, como un lenguaje universal que articula emociones, ideas y estados existenciales, ofreciendo un espacio privilegiado de reflexión y consuelo frente a la incertidumbre y la crisis. Escucharla es abrirse a una experiencia que armoniza razón y emoción, orden y libertad, memoria y presente.

Por ello, la música no solo interpreta la vida: también la constituye y la sostiene. Actúa como un puente fundamental entre el individuo y su mundo. En ella reside una forma de inmortalidad: la capacidad de otorgar sentido y profundidad a la existencia en medio de su constante devenir.

Como bien lo expresó Leonard Bernstein, director y compositor estadounidense, «La música puede dar nombre a lo innombrable y comunicar lo desconocido». En efecto, cuando el lenguaje se agota y el pensamiento titubea, es la música quien toma la palabra —no con sonidos meramente bellos, sino con una verdad profunda que toca el alma. Ella es, al mismo tiempo, revelación y refugio: un arte capaz de decir lo que no puede decirse, y de hacernos sentir lo que aún no sabemos nombrar, es la vida misma.

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