CARLOS E. CLIMENT
Los trastornos psicomáticos
Frente a la recurrencia de enfermedades físicas es imperativo buscar los factores emocionales que pueden estar precipitándolos
Linda de 55 años está casada y tiene tres hijos. Es una abogada llena de trabajo pero con una vida personal que ella considera muy monótona. Con la salida de la casa del menor de sus hijos, hace tres años, se configura “el nido vacío” que coincide con la aparición de múltiples manifestaciones somáticas.
Los síntomas se han vuelto muy graves, prácticamente incapacitantes. Le han realizado una multitud de exámenes médicos que han llevado a sospechas diagnósticas tan variadas como inespecíficas. Entre otras, “parálisis estomacal sin causa precisa”, “síndrome de intestino irritable”, dispepsia en estudio, intolerancia a los alimentos, cólicos, distensión abdominal y períodos de estreñimiento alternados con diarrea, etcétera. Y ella se siente cada vez peor a pesar de los múltiples medicamentos que recibe.
Uno de los últimos especialistas consultados le sugiere visitar al psiquiatra porque pensó que el origen de sus síntomas podría
corresponder a un proceso depresivo.
Dos aspectos saltan a la vista. Una grave sensación de impotencia, pues se encuentra atrapada en una “sin-salida” conyugal que se ha ido agravando con el paso del tiempo. Un innegable deterioro de su salud que corre paralelo con la obsesión de los especialistas por mirar la minucia del tracto digestivo, al tiempo que ignoran al ser humano y sus circunstancias. Si bien Linda no tiene ningún problema orgánico identificable que sea tratable ni por medicamentos ni por cirugía, sigue en manos de un sistema médico que pretende encontrar “la causa física, demostrable, objetiva” del problema.
El diagnóstico de una depresión severa que no había sido identificada y que en consecuencia no había sido tratada, se aclaró con relativa facilidad y Linda pudo recibir el tratamiento que en dos meses alivió una buena parte de sus síntomas.
Esta aclaración subraya los enormes prejuicios que sobre la depresión existen a varios niveles y que habían impedido su identificación más oportuna:
Linda no se atrevía a reconocer ese diagnóstico porque eso implicaba aceptar una enfermedad que indicaba debilidad, algo inconcebible para “la mujer maravilla” que ella siempre se consideró.
La familia no podía aceptar un trastorno mental porque, en palabras del más abierto de los parientes, “es preferible que le encuentren un cáncer, a tener que aceptar un trastorno mental. En la familia, nadie quiere que le recuerden la historia de la tía Margarita que terminó en un “asilo de locos”.
El sistema médico no identificó el problema porque los médicos no diagnostican lo que no saben tratar.
El caso de Linda configura por un lado los prejuicios acerca de los trastornos mentales que no le han permitido enfrentar la realidad de su estado de ánimo depresivo y su desmoralización. Pero también la desesperanza que le genera su vida personal. Algo que ella no está condenada a seguir tolerando por el resto de su vida.
La comprensión simultánea de estos dos aspectos, finalmente le permitió entender la forma como estaban contribuyendo a la perpetuación de sus síntomas.