Columnistas
Indignados sin contexto
Detrás de cada video hay vidas empujadas a lanchas rápidas, redes que lucran, Estados que fallan y comunidades atrapadas entre el miedo y la necesidad.
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29 de oct de 2025, 02:15 a. m.
Actualizado el 29 de oct de 2025, 02:15 a. m.
Las lanchas que estallan en medio del océano hipnotizan a la pantalla: para unos, una escena surreal; para otros, la muerte en tiempo real y de forma extrajudicial. Pero lo que vemos no es un espectáculo, es la hemorragia cotidiana de Latinoamérica.
Vivimos bajo el régimen del clic. Casi todo se filma, todo se comparte, y el contador de ‘likes’ decide qué importa. Indignarse es legítimo; pero exige escrutinio sin ser cooptado con fines políticos o para financiar ONG que hacen negocio con la etiqueta de los ‘derechos humanos’.
Detrás de cada video hay vidas empujadas a lanchas rápidas, redes que lucran, Estados que fallan y comunidades atrapadas entre el miedo y la necesidad. Sin memoria, sin contexto y sin responsabilidad, la indignación se vuelve pose; la pose, ruido; y el ruido, olvido.
En un extremo de la cadena, más de 130.000 familias en Estados Unidos entierran cada año a un hijo, una madre, un padre o un hermano por sobredosis. Muchas tragedias empiezan como un juego —una fiesta, un parque, “prueba, no pasa nada”— y terminan en dependencia, cárcel, recaídas y hogares rotos. El costo social y económico se multiplica a ambos lados del continente. Algunos políticos proponen legalizar este consumo: lo mínimo es debatirlo con datos y responsabilidad por sus efectos.
En el otro extremo, un estimado de 300.000 familias campesinas en los Andes de Colombia, Perú y Bolivia no siembran coca por vocación, sino por necesidad y coerción. Donde el Estado se retiró, la ‘seguridad’ la impone el fusil; el ‘crédito’, el criminal; y el ‘comprador’ llega, paga en efectivo y no pregunta. Los cultivos lícitos requieren vías, acopio y 30–60 días para cobrar; la coca paga al contado. Quien intenta salir se topa con extorsión, deuda y amenaza. Algunos políticos consideran que la planta es ancestral y su cultivo debe ser protegido, sin ofrecerle al campesino una salida real y segura.
También están los videos de propaganda de los narcoterroristas de varios países: no informan, intimidan. Con escenografías calculadas, lenguaje que deshumaniza y amenazas coreografiadas, buscan paralizar barrios, silenciar testigos y marcar fronteras donde el Estado se ha retirado. Multiplicarlos sin análisis es hacer publicidad gratuita de crímenes que niegan la dignidad humana: la quema de sus rivales vivos, decapitaciones grotescas, torturas con alambre de púas, ejecuciones lentas y ataques que ejemplarizan la degradación del ser humano. ¿Por qué no despiertan la misma indignación? Porque no vienen en formato viral, porque incomodan relatos cómodos, fáciles de politizar.
Indignarse es un inicio, no un destino. Obliga a mirar toda la cadena, con datos y evidencia, para entender cómo el narcotráfico erosiona al Estado. Solo así la indignación se vuelve deber cívico: restablecer autoridad donde falta, proteger a las víctimas invisibles y cortar las rentas que lo financian. También exige replantear la erradicación de coca con tecnología del Siglo XXI —análisis de ADN, herramientas genómicas y silenciamiento de genes— y, sobre todo, hacer obra: ejecutar 200 kilómetros de vías terciarias en al menos 20 municipios productores de coca en Colombia, para que puedan salir del yugo que los aprieta. Porque se puede.
Willy Valdivia Granda es director ejecutivo de Orion Integrated Biosciences y especialista en inteligencia artificial aplicada a la defensa, la salud pública y la seguridad nacional. Con más de 20 años de experiencia, ha colaborado con organismos internacionales, asesorado a la Unión Europea y liderado proyectos en América Latina, Europa, Asia, Medio Oriente y África. Actualmente, también se desempeña como profesor adjunto en una universidad de Estados Unidos.
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