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Hartazgo

La población de veras motor de la economía, coinciden en que están hartos del ambiente tóxico y la profundización de divisiones y odios que promueve Petro...

Helena Palacios
Helena Palacios | Foto: El País

5 de jun de 2025, 02:42 a. m.

Actualizado el 5 de jun de 2025, 02:42 a. m.

Hay situaciones al borde del absurdo que impulsan a la acción y a la solidaridad. Desde la orilla de la literatura se contempla la situación del ciudadano en nuestra vida nacional, como Sísifo condenado a rodar la piedra cuesta arriba, que vuelve a rodar cuesta abajo. La cuestión es encontrar el sentido y la solución que ello tiene.

Lo primero que se nos plantea es la necesidad de afrontar una realidad agobiante, porque en ese esfuerzo está la esperanza y ha de imponerse el coraje para no resignarse a la fatalidad. Grandes conquistas de la civilización tuvieron como germen el hartazgo de soportar situaciones repetitivas y lesivas a una sociedad. Es lo que padecemos los colombianos del común, ante las constantes y estultas ocurrencias e insultos del Presidente en medio de su borrachera de poder.

A un espíritu destructor no le basta con controlar decisiones del Congreso o erosionar los sistemas de la salud, energía, educación, vivienda, seguridad, independencia de los poderes públicos, sino que incita a salir a las calles a protestar si estos no le ‘compran’ sus designios, generando zozobra, inseguridad y obstáculos al diario vivir del trabajador que sale a ganarse la vida.

Cuando conversamos con taxistas, servidoras en los hogares, dueños de pequeños y medianos negocios, vendedores informales, transportadores, es decir, la población de veras motor de la economía, coinciden en que están hartos del ambiente tóxico y la profundización de divisiones y odios que promueve Petro, alterando el desarrollo de sus labores y la tranquilidad a sus familias.

Del pensamiento del filósofo y novelista Albert Camus podemos inferir que ese cansancio no es solo una fatalidad, sino un desafío ético que corresponde a los mismos ciudadanos asumir para que prevalezcan los valores superiores y el respeto a sus derechos. De ahí que en el tal paro auspiciado por el Gobierno, en diversas localidades la ciudadanía se plantara para impedir intentos de desmanes y ataques a la fuerza pública que la protege.

Resultó emblemática y ejemplarizante la reacción de doña Janeth Franco, en el barrio Verbenal de Usaquén, al norte de Bogotá. Una vendedora de empanadas y arepas que increpó a los encapuchados incendiarios: ¡No más. Se me van! Con determinación les recordó que ella es quien trabaja y desde hace años vive dignamente, sostiene la familia, paga impuestos: “No podemos dejar que nos vandalicen el barrio”. Así logró la unión de más vecinos, los locales reabrieron sus negocios y recibió la solidaridad de todo el país.

Si bien una protesta pacífica es legítima, también es cierto que debe tener razones y ser proporcionada. Deja de serlo, cuando impide el acceso a terminales de transporte y se bloquea la movilidad de millones de personas que no se manifiestan y requieren acceder a necesidades apremiantes de trabajo, salud o educación, debiendo caminar por horas en medio del rigor del clima. Ese era el objetivo, según un líder sindicalista, es decir, “joder a la gente”, como bien lo expresó el alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán.

Los derechos de los supuestos manifestantes terminan donde comienzan los de la población que no se cubre la cara y hace valer sus derechos a existir dignamente. La comunidad es quien realmente está investida de la facultad de dejar la indiferencia y ejercer la resistencia moral ante el abuso de poder, por un ideal de convivencia justo.

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