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Entre la vida y la muerte
Su fachada, que repite el símbolo perenne de la pirámide, tiene un kilómetro de largo. El conjunto es un gran homenaje funerario al pasado.
Un billón de dólares, cada uno, es lo que terminarán costando, el Gran Museo Egipcio en El Cairo, y el Museo Lucas de Arte Narrativo en Los Ángeles, ambos listos para abrir sus puertas al público. Son quizás las más audaces obras arquitectónicas en lo que va corrido del siglo, las más espectaculares y las que más incorporan tecnología de punta. También son las más diferentes entre sí.
El Museo Egipcio es la glorificación de un pasado milenario, una civilización sepultada hace tres mil años que resurgió de entre las arenas del desierto para asombro de los exploradores y científicos europeos del Siglo XIX.
Desde entonces el mundo entero ha caído bajo esa fascinación. El Museo Lucas es el delirio de George Lucas, el creador de Star Wars, pagado de su propio bolsillo, para albergar no tanto su colección de arte, muy valiosa, que no compite con los grandes museos, sino la memorabilia de la serie sucedida en una galaxia muy muy lejana, y toda la cultura popular que de esa saga se desprende.
El Museo Egipcio, construido cerca a las pirámides, es como una gran triángulo que se abre hacia ellas, en un lugar caluroso y desértico en las afueras de El Cairo, un área de 50 hectáreas, con 100 mil metros cuadrados de espacios para las colecciones. Su fachada, que repite el símbolo perenne de la pirámide, tiene un kilómetro de largo. El conjunto es un gran homenaje funerario al pasado.
Tanto la necrópolis de Giza como el museo, son el testimonio del culto a los muertos: tumbas y despojos funerarios. El mundo egipcio, quizás agobiado por la brevedad, la dureza de la vida y la ilusión del más allá, hizo del culto a la muerte su razón de ser, algo inimaginable para nuestra época.
Lo que el incrédulo mundo moderno admira no es esa devoción por el más allá, sino el refinamiento de una civilización y su monumentalidad. La estatua de Ramsés II a la entrada del museo tiene 9 metros de altura y pesa 83 toneladas. El tesoro de Tutankamon, el joven faraón muerto a los 19 años, cuya pequeña tumba intacta descubierta por Howard Carter en 1922, recoge el momento más esplendoroso de una cultura, su riqueza, su elegancia,15 siglos antes de Cristo. Entrar en el espacio inmenso del museo, subir su escalera monumental escoltada por grandes estatuas sedentes de faraones desaparecidos es retroceder tres mil años en el tiempo.
El Museo Lucas es como una gran nave intergaláctica que hubiera aterrizado en el Exposition Park de Los Ángeles, donde ya existen varios museos de fachadas neoclásicas y un estadio. El edificio es de acero, vidrio y hormigón. Su fachada redondeada, con una enorme abertura en arco en la mitad para dar paso al parque, es de polímero reforzado con fibra de vidrio y yeso. Blanco.
Cinco pisos, 30.000 metros de exhibición. Es la glorificación de la civilización norteamericana y su más imponente expresión que es el cine fantástico producto de efectos especiales de alta tecnología. Es como entrar al mundo prefabricado de otro planeta, habitado por seres que no son humanos, pero actúan como nosotros, a veces crueles, a veces generosos.
Un día, dentro de tres mil años, cuando los visitantes de entonces entren a este museo, van a ver cómo era la civilización desaparecida del Siglo XXI, soñando con un mundo que también, como el de los egipcios, estaba en el más allá, en una galaxia muy muy lejana. Solo que lleno de vida.