Columnista
El ocaso del Mesías Rojo
Gustavo Petro, que alguna vez se autoproclamó profeta de la paz, hoy utiliza la tragedia palestina como escudo retórico.
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30 de oct de 2025, 01:36 a. m.
Actualizado el 30 de oct de 2025, 01:36 a. m.
“La historia es un tribunal sin apelaciones”.
- Ryszard Kapuściński
La derrota del Pacto Histórico no solo exhibe el agotamiento de un proyecto político, sino el declive moral de un liderazgo que hizo del discurso un refugio y de la ideología una cortina de humo.
En política, las derrotas no siempre se miden por el número de votos, sino por la pérdida de credibilidad moral. La izquierda colombiana, encarnada en el Pacto Histórico, acaba de sufrir su Waterloo electoral: un descalabro no solo cuantitativo, sino simbólico. El país ha presenciado cómo el edificio de consignas redentoras se desploma ante la evidencia de su propio desgaste. Las urnas no mintieron; revelaron lo que ya se intuía: la revolución del discurso se quedó sin pueblo.
La ciudadanía castigó la retórica mesiánica, el narcisismo ideológico y la desconexión entre palabra y realidad. Los 200 mil millones de pesos invertidos en las recientes elecciones para promover al candidato único de la izquierda simbolizan el despilfarro moral y económico de un proyecto que confundió propaganda con política. Esa suma, que pudo aliviar el hambre o fortalecer hospitales, se diluyó en la vanidad del poder. El gobierno prefirió financiar su maquinaria antes que el bienestar de su pueblo.
Mientras tanto, Iván Cepeda, figura central del progresismo judicializado, vio también derrumbarse su cruzada: la absolución de Álvaro Uribe Vélez despojó a la izquierda de su mito fundacional. Cepeda edificó su carrera sobre un proceso que se desmoronó en los estrados, y con él, la ilusión de un movimiento que convirtió la venganza política en causa moral.
Frente a semejante panorama, el presidente encontró un refugio: el discurso antiisraelí. Gustavo Petro, que alguna vez se autoproclamó profeta de la paz, hoy utiliza la tragedia palestina como escudo retórico. Ha transformado el dolor ajeno en cortina de humo diplomática para tapar los agujeros de su administración. El conflicto en Gaza se ha vuelto su espejo ideológico, el escenario donde proyecta su resentimiento contra Occidente y su propia frustración de gobernante. Pero Colombia no se gobierna con consignas ni con tuits incendiarios: se gobierna con sobriedad y con resultados.
Paradójicamente, mientras pretende erigirse en adalid del Sur Global, la comunidad internacional le da la espalda. Su inclusión en la lista Clinton, que sanciona a quienes son percibidos como aliados de regímenes opacos, es una mancha indeleble en su carrera y un símbolo de aislamiento. El mandatario que soñó con abrirle al país las puertas del mundo termina hoy cercado, desacreditado y sin aliados genuinos.
Petro ha confundido la épica con la paranoia, la crítica con la conspiración y el liderazgo con el victimismo. Su discurso ya no es político, sino visceral: una mezcla de resentimiento, odio y delirio. Habla como quien ha declarado la guerra a su propio país, y gobierna como quien desprecia a quienes dice representar. Su narrativa, que alguna vez se presentó como redentora, hoy roza lo demencial, lo patológico del poder que se mira al espejo y solo ve enemigos imaginarios.
Aliado de Nicolás Maduro, complaciente con regímenes oscuros y ahora inscrito en la lista Clinton, Petro se ha colocado en la lista negra de Occidente, ese bloque imperfecto pero esencial de democracias que, con sus contradicciones, sigue siendo el espacio natural de la libertad y la ley. En contraste, el presidente colombiano ha elegido caminar junto a quienes han hecho del autoritarismo su credo.
Petro nunca fue el faro de una nueva izquierda latinoamericana; solo quiso serlo. Y en el intento, se consumió en su propio discurso. Hoy, su figura encarna la derrota del populismo disfrazado de redención, la caída de un liderazgo que confundió el país con su ego. Su legado será recordado como el eco de un discurso incendiario que degeneró en odio, en división y en soberbia.
Mientras insiste en hablar de Palestina, el país que dice amar se desangra en silencio, esperando que alguien vuelva a gobernarlo con sensatez, con propósito y con humildad. Porque el poder, al fin y al cabo, no es escenario para el ego, sino un servicio para la historia.
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