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El humor en la música clásica: el arte del divertimento y la complicidad sonora
El humor musical, cuando se cultiva con inteligencia, revela una forma refinada de sabiduría: la de quien conoce el alma humana lo suficiente como para permitirse el juego.
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29 de oct de 2025, 02:24 a. m.
Actualizado el 29 de oct de 2025, 02:24 a. m.
La música clásica, con frecuencia asociada a la solemnidad y la hondura espiritual, alberga también una dimensión menos transitada pero igualmente luminosa: su capacidad para sonreír. A través del ingenio, la ironía o la parodia, el arte sonoro ha sabido reírse de sí mismo sin perder elegancia ni profundidad. El humor musical, cuando se cultiva con inteligencia, revela una forma refinada de sabiduría: la de quien conoce el alma humana lo suficiente como para permitirse el juego.
Desde los albores del Barroco hasta las vanguardias del siglo XX, el humor ha sido una presencia constante, a veces sutil, otras exuberante.
En el siglo XVIII, el divertimento —palabra derivada del italiano divertire, ‘distraer’ o ‘recrear’— representó la expresión más pura de ese espíritu lúdico. Nacido en un contexto de sociabilidad cortesana, este género fue concebido para acompañar reuniones y banquetes, ofreciendo un arte amable, flexible y luminoso.
Su función no era moralizar ni dramatizar, sino alegrar. Pero incluso en su aparente ligereza, el divertimento encarna un ideal ilustrado: equilibrio, claridad, y el gozo sereno de la inteligencia.
Joseph Haydn, considerado el padre del cuarteto y de la sinfonía, fue también un maestro del humor musical. En sus obras, la sonrisa no es un ornamento, sino un principio estructural. Su Sinfonía No. 90 en Do mayor culmina con una célebre broma: tras un final apoteósico, la música se detiene; el público aplaude... y la orquesta retoma en pianissimo, burlándose con ternura de la impaciencia de los oyentes.
La Sinfonía n.º 60 de Joseph Haydn, también conocida como ‘Il Distratto’ (El Distraído), los músicos ‘olvidan’ afinar, y Haydn incorpora ese descuido dentro de la partitura, transformando el error en arte. Su Cuarteto Op. 33 No. 2, conocido como ‘The Joke’ (La Broma), juega con falsas conclusiones y silencios calculados, desatando carcajadas en un público que se sabe cómplice.
En Haydn, el humor no trivializa: humaniza. Nos recuerda que la música, aun en su grandeza, pertenece al ámbito de la vida, donde la sorpresa y la risa también tienen su lugar.
Mozart, heredero natural de esa tradición, llevó el humor musical a una altura de refinamiento casi metafísico. Su Divertimento en Re mayor, K.136, combina ligereza melódica con una arquitectura de cristal, donde cada voz dialoga con gracia y precisión. Eine musikalischer Spaß K.522 Es una broma musical intencionada escrita por Mozart. Una especie de parodia musical, donde el compositor simula que los intérpretes tocan mal, que componen mal, o que no tienen gusto musical.
En el Divertimento K.563, el más ambicioso de todos, Mozart trasciende la mera función social del género: detrás del título modesto se esconde una obra de cámara de hondura sinfónica. Allí, el humor no está en la burla, sino en la sonrisa interior, en la alegría que brota del dominio absoluto de la forma.
Su espíritu travieso también se manifiesta en los Conciertos para corno, dedicados a su amigo Joseph Leutgeb. En las partituras, Mozart escribe comentarios burlones —’asno’, ‘pobre desgraciado’— mientras compone pasajes de virtuosismo endiablado. Estas bromas privadas, inscritas en la música misma, revelan un humor íntimo, de camaradería, donde el genio se disfraza de juego.
Durante el Romanticismo, el humor cambió de rostro. En una época dominada por la pasión y el dramatismo, la ironía se volvió más filosófica, incluso amarga. Hector Berlioz, en su Sinfonía fantástica (1830), convierte la marcha fúnebre en una parodia grotesca: la ‘Marcha al suplicio’ caricaturiza la muerte del artista como un espectáculo macabro.
Franz Liszt, en su Grand Galop Chromatique, ridiculiza el virtuosismo extremo con una pirotecnia sonora que roza lo absurdo, riéndose de su propia leyenda. En ambos, el humor deja de ser cortesano: se vuelve espejo deformante, crítica del exceso y del ego romántico.
El siglo XX radicalizó esta tendencia. Con Erik Satie, el humor se volvió filosofía del absurdo. Sus Embryons desséchés (Embriones secos) (1913) son miniaturas que burlan las convenciones de la música seria: títulos extravagantes, notas irónicas y comentarios escritos en las partituras —’abre tu mente, lector’— invitan al oyente a reírse del academicismo. La broma se convierte en subversión estética.
Dmitri Shostakovich, por su parte, transformó el humor en una forma de resistencia. Su Sinfonía No. 9 (1945), ligera y sarcástica, descolocó a los censores soviéticos que esperaban un himno heroico tras la victoria bélica. En lugar de ello, el compositor ofreció una parodia de las marchas triunfales, un carnaval de ironías donde la risa se mezcla con el miedo. En Shostakovich, el humor es un escudo moral: una forma de decir lo indecible.
Desde Telemann hasta Satie, desde Haydn hasta Shostakovich, el humor en la música clásica no ha sido una mera distracción, sino un gesto de lucidez. En su juego, los compositores han hallado una vía de libertad, una forma de pensamiento que desafía la rigidez del dogma y de la forma. Reír, en música, es también pensar.
El humor musical —ya sea la broma de un final engañoso, el redoble intempestivo de una sinfonía o una ironía escrita al margen de una partitura— revela la inteligencia viva del arte. Es un recordatorio de que, incluso en los territorios más elevados del espíritu, la risa es una forma de belleza.
En su mejor expresión, el divertimento no es simple entretenimiento: es un diálogo entre la razón y la alegría. En él se escucha el eco de una verdad antigua: que el arte no solo consuela, también celebra. La música, en su risa sonora, nos devuelve la ligereza perdida, nos enseña que el alma —como el arte— respira mejor cuando sonríe.
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