Columnistas
De perros, pájaros y árboles
Abandoné el taconeo por el cemento de las calles y andenes de las ciudades y como el que la dice la paga, ahora estoy sembrado cual un árbol en la arboleda.
Nunca tuve un perro ni un gato ni un mico ni un loro ni un turpial. Luego no conocí el amor a los animales. A no ser por el azulejo que asomaba a mi ventana por las mañanas, por un granito de arroz cuando mi primera mujer voló. Granito que compartíamos porque estaba pasando por la belle époque de las vacas flacas.
Ahora con Monje y Dina mi corazón es otro cantar; palpitan mis ventrículos al acariciarlos y tirarles en las fauces papitas fritas y caminar casi de la mano por las campiñas que se abren a nuestro paso. Dejé de declarar que solo iría al campo cuando lo pavimentaran y que según la nueva estética era más poético un semáforo que un sauce y mucho menos llorón. Abandoné el taconeo por el cemento de las calles y andenes de las ciudades y como el que la dice la paga, ahora estoy sembrado cual un árbol en la arboleda. Se me dijo que debía abrirme campo en la vida y heme aquí disfrutando del manto verde bien combinado con el azul celeste y con el aire incoloro que respiro profundamente.
A Dina la bauticé así para acordarme todos los días de Dina Merlini, la poeta nadaísta y actriz que reposaba en el ancianato de San Andrés y a quien había descrito en el libro El cuerpo de ella, y ahora descansa en el campo santo salpicado por las olas del mar de la eternidad. Tiene pelaje blanco con grandes manchas café con leche y fue recogida por mi odontóloga de un basurero donde estaba envuelta en una bolsa sellada casi recién nacida. La adoptó y cuando llegué con mi mujer a la Villa de Leyva nos la dio de regalo.
En la gasolinera me obsequiaron una preciosidad juvenil, de la misma raza sin pedigrí de Dina, a la que bauticé Alelí en referencia de una bella cantante comprometida con el agua, pero me la mató el carro de quienes venían a instalarme la red de seguridad. Y lloré por ella y la hice enterrar en una huesa en el bosquecillo, fosa común donde fue a parar también León, el gozque que me trajo mi hijo Salvador para que no siguiera sufriendo y seguí llorando porque un día amaneció envenenado en la portada de la casa, tal vez por los químicos del sembrado de papas de los vecinos, o quien sabe qué. Mi hijo lo había bautizado Trotsky, pero como me pareció un irrespeto preferí llamarlo León.
Monje, en memoria del Monje loco, el amigo de la vida que también entregó sus días en el ancianato, es un joven de negrísima pelambre pareja y a la hora del desayuno pone su cabeza entre mis piernas bajo la mesa para que le acaricie el hocico y clava su mirada en la mía como diciendo cuánto me ama, mientras Dina se hace la boba picándome un ojo. De modo que estoy de romance con los reinos animal y vegetal con los que había tenido tan poco qué ver y ahora lo estoy viendo todo. Ahora tienen una visitante, Ely, de Costa Rica, con quien bailan la conga con entusiasmo.
El bosquecillo de enfrente de la casa mediterránea que nos construyó Edmundo Moure está compuesto de robles añosos sobre cada una de cuyas ramas se ha posado un pájaro alguna vez y siguen haciéndolo a punta de sinfonías. Entre ellos se destacan el turpial montañero, la tárgara capirotada, la rastrojera, el espiguerito que se me quedan mirando mientras gorjean, pero emprenden el vuelo cuando apresto el celular para perpetuarlos. En cambio, cuando mi amiga, la fotógrafa Ayann Azul, las enfoca no vuelan, sino que posan.
Pero no me limito al bosque donde soy el único lobo sin caperuza. Andando por el amplio prado salpicado de dientes de león para estirar las piernas, luego de estar sentado por horas frente a la computadora H.P., me encuentro con los que ha plantado Claudia, que son el yarumo, el caballero de la noche, los alisos, los bugambiles, el borrachero, el ocobo, los hollys espinosos y las eugenias que marcan nuestros linderos. A cada uno lo saludo como a un viejo amigo desbrozándole lo sobrante.
He disfrutado pues del cemento de la ciudad y de la tierra tapizada de hojas de hierba que acogieron como parientas a las hojas de los miles de libros que merodean. Algo debe faltarme por conocer. El sitio donde se celebran las fiestas del silencio. Ya sin perros, árboles ni pájaros. Y no siquiera aire qué respirar.