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De la Casa Blanca al cambuche ideológico

No hay doctrina: hay catarsis. No hay estrategia: hay pulsión. Es la diplomacia entendida como performance terapéutico.

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David Rosenthal
David Rosenthal. Columnista | Foto: El País

16 de oct de 2025, 01:29 a. m.

Actualizado el 16 de oct de 2025, 01:29 a. m.

Hay dirigentes que conciben la política exterior como un arte de equilibrio, cálculo y mesura. Otros, en cambio, la practican como terapia emocional con megáfono. Donald Trump —personaje excesivo, sí, pero jamás frívolo en asuntos de poder— pertenece a los primeros. Su propuesta de paz para Israel no pretende conmover auditorios, sino reordenar realidades: seguridad primero, prosperidad después y sentimentalismo nunca. Trump asume, como lo asumieron De Gaulle o Churchill, que la paz no nace de letanías humanitarias ni de hashtags piadosos, sino de la combinación adecuada entre disuasión y oportunidad.

Del otro lado del espectro habita Gustavo Petro, quien parece convencido de que la política exterior consiste en convertir cada crisis internacional en espejo de sus traumas personales. Ha amenazado con “romper relaciones” con Israel con la gravedad de quien abandona un chat familiar porque no le celebraron un tuit. No hay doctrina: hay catarsis. No hay estrategia: hay pulsión. Es la diplomacia entendida como performance terapéutico.

Israel, nación acostumbrada a sobrevivir a guerras existenciales y a negociar con enemigos reales —no imaginarios— reaccionó con la flema de quien escucha a un predicador callejero mientras espera el semáforo. Colombia podrá anunciar su indignación planetaria, pero en Jerusalén lo leen como lo que es: un episodio de realismo mágico diplomático.

Pero la tragicomedia alcanzó su clímax con la llegada de un contingente de activistas colombianas autoproclamadas “primera línea”, que viajaron a Israel no para comprender el conflicto sino para protagonizarlo. Armadas de consignas en inglés macarrónico y celulares en modo selfie, intentaron explicar la opresión a un país que ha enterrado generaciones bajo cohetes reales. Israel —paciente, pero no bobo— decidió deportarlas con silenciosa elegancia, como quien retira una banda de acróbatas ruidosos antes de iniciar un concierto.

Lo sublime llegó en Colombia: fueron recibidas como mártires incomprendidas. Se las comparó con Ana Frank, con Gandhi, y si hubieran insistido un poco más, con Simón Bolívar en falda. Algunos medios las elevaron a “defensoras universales”, mientras Petro, en su fervor, las felicitó por “despertar conciencias”. Solo faltó que el Ministerio de Cultura declarara su periplo Patrimonio Inmaterial de la Resistencia Performática.

He aquí la diferencia entre estadistas y saltimbanquis ideológicos. Trump, con toda su teatralidad, plantea arquitectura geopolítica. Petro, con toda su solemnidad infantil, plantea consignas. Israel actúa según la historia y la razón de Estado. Colombia reacciona según la adrenalina del trending topic.

La distancia entre la Casa Blanca y el cambuche ideológico no es geográfica: es civilizatoria. Mientras unos negocian con mapas y ejércitos, otros vociferan con pancartas y rimas. El mundo observa. Y toma nota de quién construye paz —y quién solo juega a fingirla con megáfono.

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