Columnista
Coca para el cambio
El suroccidente colombiano es hoy un corredor industrial del delito, y el Estado parece su principal inversionista pasivo.
Siga a EL PAÍS en Google Discover y no se pierda las últimas noticias


30 de oct de 2025, 01:34 a. m.
Actualizado el 30 de oct de 2025, 01:34 a. m.
En Colombia la coca no se reduce: se multiplica y se profesionaliza. Pero el Gobierno dice que no, que todo va bien, que las hectáreas ‘abandonadas’ no cuentan, que las ‘en traslado’ tampoco. Lo que no explica es cómo, en ese país de eufemismos, la hoja sigue creciendo al ritmo de un negocio que ya produce más cocaína por hectárea que nunca antes.
Según el propio presidente Petro, el país tiene hoy 262.000 hectáreas de coca. Récord absoluto. Pero la cifra llega envuelta en un discurso de laboratorio: que 80.000 están abandonadas, que 22.000 se están ‘trasladando’ a cultivos lícitos. Una matemática mágica que solo funciona en el Excel del Palacio. Porque la Unodc, con metodologías que no dependen del aplauso presidencial, dice otra cosa: que la producción potencial subió más de 53 % en un solo año, y que de cada hectárea sale más coca que nunca.
El problema ya no es solo cuánta tierra hay sembrada, sino cuánta cocaína sale de cada metro cuadrado. La productividad se disparó. Las zonas tradicionales —Cauca, Nariño, el Pacífico vallecaucano— se consolidan como la nueva despensa del narcotráfico. Donde antes se necesitaban tres hectáreas para producir cierta cantidad, hoy basta una. Es decir: menos campo, más droga, más dinero, menos Estado.
Y mientras tanto, el Gobierno ensaya frases. Habla de “enfoques de salud”, de “no criminalizar al campesino”, de “nuevas formas de sustitución”. Palabras suaves para una realidad brutal. Porque la verdad es que los cultivos crecen, los laboratorios se modernizan, y las rutas del Pacífico se llenan de cocaína rumbo al norte. El suroccidente colombiano es hoy un corredor industrial del delito, y el Estado parece su principal inversionista pasivo.
Los discursos presidenciales del cambio han reemplazado la política antidrogas. La erradicación manual está en su punto más bajo en más de una década; los programas de sustitución apenas sobreviven en el papel; y la inteligencia operativa perdió terreno frente a los grupos armados que mandan en el Pacífico colombiano y más allá. El Gobierno prefiere negar el problema antes que enfrentarlo, como si los datos fueran una conspiración de la oposición o de la ONU.
Lo más cínico es que el propio discurso oficial se refugia en la duda estadística. Ya nadie sabe si creerle al Dane, al Ministerio de Defensa o al presidente. En este Gobierno todo es debatible, menos los hechos. Y los hechos son tercos: la coca crece, la producción explota, la erradicación cae, y la sustitución brilla por su ausencia. El ‘cambio’ terminó siendo un permiso.
Pero lo que el Gobierno no quiere entender es que esto no es solo un problema rural: es un riesgo financiero global. Cada kilo de cocaína que sale del Pacífico termina buscando una cuenta, una empresa, una fachada, un camino. Y mientras el presidente habla de ‘nuevos paradigmas’, él y algunos de sus funcionarios ya están incluidos en la lista Ofac. ¿Será que faltan más? Porque cuando la permisividad se vuelve política de Estado, las sanciones son la consecuencia.
El occidente colombiano no necesita más mesas de diálogo ni más retórica terapéutica. Necesita Estado, acción, verdad. Necesita un Gobierno que deje de confundir el cambio con el caos. Porque detrás de cada hectárea hay una economía que se salió de las manos, una moral hipotecada y un país que, mientras habla de transición verde, sigue floreciendo verde… pero de coca.
Al final, la gran ironía es esta: el cambio prometido llegó, pero no en energía limpia ni en equidad social, sino en rendimiento por hectárea. ¡Llegó, entonces, en rendimiento por metro cuadrado!
6024455000





