Columnistas
10 años
Qué seríamos sin los lectores leales que escriben, comentan, comparten. Los que no dejan pasar la ocasión de expresar afecto por un desconocido al que sienten muy suyo de alguna manera, por esa intimidad y ese lazo indeleble que establecen las palabras entre los seres humanos.
Los griegos hablaban de tres tipos de amor. Amor ágape, amor eros, amor filia. Pero quienes escribimos conocemos otro tipo de amor adicional: el amor de los lectores.
Un amor tan real, que a veces se siente más cerca a un escritor hace siglos muerto que al pariente que ocupa la habitación vecina.
Qué seríamos sin los lectores leales que escriben, comentan, comparten. Los que no dejan pasar la ocasión de expresar afecto por un desconocido al que sienten muy suyo de alguna manera, por esa intimidad y ese lazo indeleble que establecen las palabras entre los seres humanos.
Pero también los lectores asombrados, que a veces creen conocernos mejor que nosotros mismos; esos que nos escriben a primera hora de la mañana para decir “no te reconocí en tu columna de hoy” o “fue peligroso lo que dijiste”.
Los que lo abrazan a uno en restaurantes y supermercados, pero también los que se preocupan por lo que uno ha escrito y creen encontrar algún código secreto de auxilio: los que preguntan si estamos bien, si nos pasa algo, si necesitamos ayuda.
Aquellos que nos alientan pese a todo; nos devuelven la espada cortante a la mano cuando nos quedamos sin armas, nos animan a seguir siendo valientes cuando estamos a punto de la autocensura, y hacen las veces de barra, ejército, tribuna sur, jurado benévolo o sincero comité de aplausos cuando ya empezábamos a perdernos la fe.
Los que recortan una columna y la siguen leyendo a lo largo del tiempo, o los que arrancan la página entera del periódico para madurar aguacates o quitar la grasa de los vidrios. Los dos casos, lados A y B de la humildad no pusilánime.
Y también, por qué no, los lectores que llegan al punto del insulto y la frase de oprobio, porque nos hacen palpar las coyunturas del envés, y nos recuerdan el límite y la responsabilidad de la palabra, y se convierten en un jurado de conciencia invisible que nos conduce a preguntarnos, de antemano, por la pertinencia de la voz o la preferencia del silencio.
Los que nos empujan a salir de la zona de pausa o el pánico escénico, y nos recuerdan que siguen esperando el siguiente texto, la siguiente historia, la siguiente complicidad compartida.
Pocas veces, quienes nos dedicamos a escribir, agradecemos a nuestros lectores. Hoy, cuando se cumplen 10 años de esta columna, que ha invadido decenas de mis vacaciones, que ha perturbado miles de domingos apacibles, que he terminado de escribir 10 minutos antes de entrar a una sala de partos, 10 minutos antes de despegar el avión, 10 minutos antes de tirar la toalla, y que me ha metido presión en salas de espera, consultorios médicos, aeropuertos, fiestas infantiles, navidades y días de elecciones, quiero dedicarles estas letras.
Para decirles “permanezco”, pese a que a veces resultaría más sencillo detenerse. Decirles “permanezco”, por el privilegio de seguir deslizándome bajo la puerta amorosa de sus lunes.