CORONAVIRUS
Domiciliarios, los dinamizadores de la economía en la pandemia
En la ecuación de los domiciliarios, hay dos variables en las que no pueden fallar: llegar a tiempo y con la encomienda en perfectas condiciones, pese a los huecos y las tempestades. ¿Cuántas empresas no se habrán salvado por su labor? Crónica de quienes mueven la economía en tiempos de pandemia.
Katherin Rojas mueve la economía de Cali en bicicleta. La suya es una todoterreno que compró hace tres años, cuando llegó proveniente de Carabobo, Venezuela, su tierra natal.
Después de ubicarse en la casa de una tía, se empleó como mesera en una cafetería ubicada cerca de las Canchas Panamericanas. Tenía que estar ahí a las 6:00 de la mañana, y los primeros días, para ahorrarse el pasaje del MÍO, se iba a pie. Unas semanas después, para ahorrarse la caminada, compró la “bici”.
Pedaleando conoció a Cali. Ahora es una experta en direcciones. En eso tienen que ver sus últimos trabajos. Cuando renunció a la cafetería porque no le pagaban lo suficiente, se independizó. El emprendimiento consistió en vender café caliente en los semáforos.
Ahora Katherin pedalea por el sur como domiciliaria de Rappi. Todo empezó con el coronavirus. Un amigo le sugirió que se registrara en la aplicación con un argumento tan poderoso como lógico: la ciudad confinada iba a necesitar domicilios.
Este lunes en la noche Katherin se encontraba a las afueras de Cheers de El Ingenio, a la espera de una pizza que debía entregar. Como el tiempo en su caso es dinero, no podía hablar en ese momento.
— Llámame entre 2:00 y 3:00 de la tarde, que es cuando descanso.
Los días de Katherin comienzan muy temprano, a las 6:30 de la mañana, y pueden terminar a eso de las 11:00 de la noche, cuando hay demasiados pedidos. Al día, según sus cálculos, puede recorrer entre 20 y 30 kilómetros repartiendo mercados, hamburguesas, pastas, medicamentos, desayunos y cuanta diligencia o paquete necesiten los caleños. Katherin es delgada como atleta. Su talla sin duda es S.
— Llego cansadísima a la casa. Lo primero que hago en la puerta es desinfectar los zapatos, me quito la ropa, la dejo en remojo con jabón y me baño. Después me tomo un té caliente y me acuesto a dormir para pararme al día siguiente a lo mismo: entregar paquetes en bicicleta.
En los buenos tiempos de Venezuela tenía a su disposición tanto una moto como un carro. Allá se encargaba del negocio de repuestos de vehículos de su papá, pero la inflación pinchó todo. Katherin es administradora de empresas. A la vida, dice, hay que darle la cara como se venga. Así todo parezca cuesta arriba, hay que seguir adelante; en su caso, pedaleando.
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No es fácil, por supuesto. En el oficio de los domiciliarios hay dos variables en las que no se puede fallar: llegar a tiempo tanto a la tienda como donde el cliente, y con el producto en perfectas condiciones. En el camino se deben sortear huecos que pueden hacer derramar las salsas de las hamburguesas o desparramar el queso de las pizzas, o tomar curvas con mercados pesados que hacen perder el equilibrio, o esquivar conductores que en las calles solitarias aceleran a fondo y sin respetar los semáforos. En tres años de montar en bici por Cali, Katherin no ha sufrido ni un rasguño. Sus paquetes han llegado intactos a los destinatarios.
A lo mejor es por su extrema prudencia. No solo respeta las normas de tránsito – son pocos los domiciliarios que lo hacen - sino que toma estrictas medidas de seguridad por el coronavirus. Además del tapabocas, en su “koala”, como le dicen en Venezuela al canguro, lleva antibacterial y una caja de guantes de látex. Cada que entrega un pedido, bota los guantes. En días buenos entrega hasta 20 domicilios, es decir que ese es el mismo número de pares de guantes que utiliza.
Además, cada que va a depositar un producto en la maleta de Rappi que compró por $80.000, la desinfecta. También hay restaurantes donde antes de entregar las malteadas o los crepes, hay personal que se encarga de la asepsia de las maletas. Sucede en el McDonald’s de la Roosvelt, y en el Crepes & Waffles de la misma avenida.
Katherin carga igualmente el certificado que le entregó la Alcaldía que la acredita como domiciliaria, su pasaporte, su cédula y su permiso de permanencia, “por si me lo llegan a pedir”. La Policía aún no la ha parado, pero escuchó en las noticias que desde que dos hombres se disfrazaron de domiciliarios para mover $80 millones, los controles se iban a incrementar.
—Está bien que lo hagan. Es seguridad para todos. No falta el que use un uniforme como disfraz para hacer sus fechorías.
En la bicicleta también carga botellas de agua y jugos para hidratarse, a los que les disuelve las vitaminas que les suministra Rappi. Tal vez por eso trabaja bajo la lluvia como si nada, sin resfriarse. Cuando le pregunto por eso, la nube oscura que se ve en el cielo, qué pasa para un domiciliario cuando llueve, olvidaba que ya me había dado la respuesta hace un momento. A la vida hay que ponerle la cara como se venga.
—Cuando llueve hay más demanda de pedidos. Es como si la lluvia le diera más hambre a la gente. Lo que hago es ponerme mi impermeable y sigo recorriendo la ciudad.
La meta de Katherin es regresar a Carabobo y rehacer su vida, cuando la inflación y la política lo permitan. Entregar domicilios le ayuda a pagar el arriendo, los servicios públicos, la comida, pero es cierto que no alcanza a cubrir todas las necesidades, así el suyo sea un oficio imprescindible. ¿Cuántas empresas se habrán salvado de la quiebra en tiempos de coronavirus por el trabajo de los domiciliarios? ¿Cuántos empleos se habrán mantenido? Solo en el Día de la Madre, la aplicación Ifood reportó un crecimiento del 150% en los pedidos, en las 12 ciudades donde opera. “Cerca de 5.000 restaurantes funcionaron a puerta cerrada y 8.000 domiciliarios estuvieron activos”, se lee en un comunicado de la compañía.
—En este trabajo me he dado cuenta de que hay personas que nos valoran, que agradecen nuestra labor, y otras que no. Gente que quiere pagar $2.000 por un domicilio que implicó pedalear 3 ó 4 kilómetros. No me parece justo. Los que nos estamos exponiendo somos nosotros. Pero también me he encontrado con quienes pagan bien el trabajo. En general en Cali, como extranjera, han sido muy amables conmigo y me siento muy agradecida con la ciudad y con el país – dice Katherin y empieza a llover.
La meta de Yolipsa Velásquez y su esposo Andrés Felipe es sacar adelante a sus dos hijos. Ambos son domiciliarios. Trabajan tanto con Rappi como con la empresa Servimotos - Mensajería Integral, que los contrata para hacer entregas de restaurantes, de panaderías, de floristerías. Así, cuando hay días en los que con Rappi no salen suficientes pedidos, tienen otra posibilidad.
Yolipsa y su esposo hacen parte de una minoría en las estadísticas que intentan caracterizar a los domiciliarios. Ellos pagan su seguridad social. Según una encuesta realizada por el Observatorio Laboral de la Universidad del Rosario y otras entidades, el 53.9% de los domiciliarios no está afiliado al sistema de Salud; 91,2% sostiene no estar afiliado al Sistema General de Riesgos Laborales; el 87% vive en arriendo; el 58% tiene hijos; el 57% son ciudadanos venezolanos; el 63% reconoce haber sufrido accidentes de trabajo.
A Yolipsa alguna vez le sucedió. Llevó un mercado tan pesado, que una curva le “tomó ventaja” y se cayó de la moto. Todo terminó en unas cuantas raspaduras, el mercado quedó intacto, protegido por la maleta, por lo que ningún tomate quedó estripado y pudo entregarlo a tiempo. Se siente bien, dice, que en estos tiempos de pandemia ella pueda ayudar a las familias a tener todo lo necesario sin salir de la casa a exponerse ante el coronavirus. Yulipsa tiene temor de contagiarse, pero toma todas las medidas de seguridad para intentar impedirlo. También los clientes.
En su periplo por Cali se ha encontrado con mil y una estrategias contra el virus que causa el Covid–19. En algunas unidades los porteros se encargan de desinfectar los paquetes antes de entregarlos. En otras, los destinatarios recogen la encomienda ‘armados’ con frascos de alcohol o hipoclorito de sodio. Otros tienen canastas con cuerdas que bajan y suben desde sus balcones o ventanas para evitar contactos cercanos. Incluso Joan Castañeda, el propietario de Servimotos Mensajería Integral, paga las comisiones de los domicilios por transferencia electrónica, por aquello del distanciamiento físico.
—Cuidarnos a nosotros mismos es también proteger a los clientes – dice Joan, que en el pasado Día de la Madre reportó que su empresa hizo 170 domicilios “exitosos”.
Yolipsa también carga un frasco de desinfectante en su moto, al igual que otro de sus colegas: Hugo Rincón.
Hugo trabaja de manera independiente con clientes particulares que le pagan la tarifa básica, $8.000, así haya quien haga los domicilios por $5.000. La diferencia está en la confianza, explica. Hay clientes que le pasan su tarjeta débito para que les pague sus recibos. En esos casos prefieren pagar los $3.000 de más porque confían en él como si se tratara de un miembro de la familia.
Aunque todo depende del sector donde deba hacer la diligencia. Hace unos días Hugo decidió no ir a los barrios donde se presentan aglomeraciones “y en los que la gente pareciera no se está cuidando del coronavirus”.
Cuando debe hacer una vuelta en un banco o en una EPS para reclamar medicamentos, hace respetar su espacio. A la gente le recuerda en voz alta el distanciamiento que se debe mantener, no importa que todos en la fila lo volteen a mirar.
Lo mismo intenta Jarvy Franco Muñoz, solo que en su caso, además de entregar domicilios en bicicleta entre el centro de la ciudad y Floralia, es decir que abarca todo el norte, también hace Rappi Favores. Consiste en hacer cualquier favor que requiera un cliente. Desde recoger las llaves de la casa que se quedaron en la empresa hasta conseguir un mariachi para una serenata de emergencia ante una inminente ruptura amorosa.
Hace unos días Jarvy le hizo el favor a una familia de sacar al perro a pasear. Es lo más curioso que le han pedido, aunque hay peticiones que en realidad son extrañas. Según un artículo publicado en la revista Soho, entre el top diez de las peticiones más curiosas que se han reportado en Rappi estaba la de una señora que solicitó un rappitendero para que le picara la cebolla porque no soportaba que se le aguaran los ojos.
Jarvy se sonríe. El trabajo del domiciliario consiste en eso: ayudar. En el barrio Popular, donde vive, sus amigos lo llaman “el héroe invisible”.