Colombia
El soldado colombiano que aún llora la guerra de Corea, 75 años después
Este 25 de junio es el aniversario del conflicto asiático en el que Colombia participó con 4.750 hombres. Uno de ellos es Jorge Guillermo Moreno quien, a los 93 años, aún recuerda con nostalgia a sus compañeros caídos.

25 de jun de 2025, 12:46 p. m.
Actualizado el 25 de jun de 2025, 12:51 p. m.
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A sus 93 años, el sargento mayor retirado del Ejército de Colombia, Jorge Guillermo Moreno Lara, asegura con una sonrisa traviesa que aún les dice a las muchachas “que recibe hojas de vida”. Su humor, como su salud, siguen intactos pese al paso de los años. Pero de repente, tras una pregunta, hace silencio y sus ojos se humedecen.
— ¿Qué es lo que usted nunca olvida de la guerra en Corea?
Su hermana, en la sala de su casa en el barrio Los Andes, al norte de Cali, le acerca un vaso con agua mientras Jorge se repone.

— Soy aparentemente fuerte, berraco. Pero después de 75 años de la guerra en Corea, no me he podido liberar de esa nostalgia. Ver caer a mi lado a tantos compañeros míos, y yo defendiéndome como podía. Veía morir soldados colombianos por el frente, el lado derecho, el lado izquierdo. Siempre que me invitan a dar entrevistas o a un discurso lo recuerdo y lloro.
Para desmoralizar a las tropas enemigas, los soldados chinos les lanzaban los cuerpos de los combatientes que asesinaban. A veces, Jorge sueña con ello; con la guerra.
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Hace 75 años, el 25 de junio de 1950, se inició la guerra de Corea, un conflicto que enfrentó a Corea del Norte, apoyada por China y la Unión Soviética, contra Corea del Sur, que tenía el respaldo de Estados Unidos y, meses después, de Colombia. Hubo tres millones de muertos, y todo porque dos presidentes no fueron capaces de ponerse de acuerdo.

Ocurrió tras la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Corea fue dividida por la entonces Unión Soviética y Estados Unidos en dos zonas, Norte y Sur. Cada una formó sus propios gobiernos, pero ambos afirmaban ser el Estado legítimo de toda Corea, lo que los llevó a enfrentarse.
Mientras tanto, en Colombia, Jorge Guillermo Moreno Lara escuchaba en los altoparlantes de la Alcaldía de Pupiales, en Nariño, un anuncio en el que se solicitaban jóvenes bachilleres de 18 años para ingresar a la Fuerza Pública. Él acababa de retirarse del seminario y decidió inscribirse para hacer el curso de suboficial en la Escuela Militar.
“Cuando nos reclutaron, nos ofrecieron un excelente trato social, una buena alimentación y buen dormitorio, pero no fue así. Nos llevaron a Bogotá, donde el desayuno, el almuerzo y la comida era aguapanela con galletas. Varios desertaron”, cuenta en sus memorias, un libro de 250 páginas que publicó hace unos años.

A Jorge, que nació el 16 de agosto de 1933 en un sitio difícil de encontrar en un mapa —la vereda San Marcos del corregimiento de Tatambud, en Ipiales— siempre le gustó la vida militar. Tal vez por los soldados que veía en una finca vecina mientras cuidaban de los caballos y galopaban.
Como si se tratara de un guiño del destino, estudió la primaria en una escuela cuyo nombre es homenaje a un soldado: José María Hernández, quien participó en la guerra colombo-peruana en 1932.
Si Jorge decidió ir a la guerra de Corea, fue por puro aburrimiento. Después de tres meses en la escuela militar, cansado de comer lo mismo, un lunes en la mañana se presentó el coronel Manuel Agudelo y preguntó: ¿Quién quiere ir a la guerra de Corea?

Toda la escuadra estaba formada en un patio, y Jorge, por su estatura baja, se encontraba entre los últimos. Él levantó la mano de inmediato. Otros 14 compañeros hicieron lo mismo. Ese mismo día los trasladaron al Batallón Colombia, que ya se encontraba combatiendo en Corea.
Era la unidad militar que creó el presidente Laureano Gómez para acudir al llamado de Naciones Unidas a apoyar a Corea del Sur en el conflicto con Corea del Norte. Colombia fue el único país latinoamericano que envió tropas a esa pelea ajena, lo que causó un debate nacional. En total viajaron 4.750 soldados. Según la Asociación de Veteranos de Corea, aún quedan con vida entre 150 y 200.
A Jorge y a sus otros compañeros les dieron diez días de licencia para despedirse de la familia. Como vivía tan lejos, sus amigos hicieron una colecta para que comprara un tiquete de avión hasta Nariño. La despedida de su abuela y su mamá fue en medio de lágrimas. Ellas le pedían que no se metiera en guerras donde no lo habían llamado. Pero el ímpetu de la juventud es imparable.

Jorge hacía parte del noveno relevo del Batallón Colombia. La ruta para llegar a Corea era Bogotá, Barranquilla, Panamá, Hawái, Filipinas, Tokio, hasta el destino final.
Pero al principio, la guerra parecía unas vacaciones soñadas. En Hawái permaneció 12 días que aprovechó para conocer la isla, mientras el barco se abastecía. Allá tomaba whiskey en los bares junto a sus amigos.
Hasta que lo montaron en un bombardero B26 hasta Manila, y después a Japón, para entrenar durante dos semanas. Estuvo en Hiroshima y Nagasaki, donde cinco años antes había caído la bomba atómica.

— Ver toda esa destrucción para mí fue aterrador. Allí empecé a ver la dimensión de la guerra. Recuerdo puentes majestuosos retorcidos como hilos. Pero sobre todo, había una destrucción social. Dios nos favorezca de vivir una guerra de ese tamaño. Para sobrevivir, las familias japonesas ofrecían a sus mujeres a los soldados, hijas, sobrinas, primas. Y así sucedía en Corea —dice Jorge, aún con el vaso de agua en su mano izquierda, que tiembla levemente. Lleva puesta una gorra que dice: Fuerza Aérea.
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En el tren camino a Pusán, en Corea del Sur, Jorge pensó: “se me acabó el paseo”. La banda sonora de sus días era la artillería amiga y enemiga, el zumbido de las bombas y los aviones, las ametralladoras punto 30 y punto 50 a todo dar, de día y de noche.
Jorge fue designado a la compañía C. Y, pese a que jamás había combatido en Colombia, lo enviaron al frente. Una de sus primeras misiones era desalojar de enemigos un cerro. El asalto se hizo a las 5 de la mañana, por tres pelotones, y las primeras escuadras que entraron al ataque fueron acribilladas. Los chinos lanzaban los muertos y heridos para que rodaran por las faldas del cerro, como mensaje de advertencia. Ese día, de 120 soldados de la compañía C, apenas regresaron sanos 43.

Unos días después, Jorge estaba en otro cerro, Old Baldy, donde era ametrallador. Dio de baja a un sinnúmero de soldados chinos. También, alguna vez, debió darle un tiro de gracia a un enemigo. Jorge es creyente. En la guerra llevaba una cadenita que le había regalado su novia en Colombia. Como un escapulario. 75 años después, le pregunto cómo es eso de matar cuando se es tan religioso.
Jorge toma un sorbo de agua y me explica que aquella es una pregunta que se hizo hace muchos años. Incluso, cuando llegó de la guerra, su mamá le pidió que se confesara y le contó al sacerdote que había matado a decenas de soldados chinos. El padre le dijo que, cuando era por defensa propia, matar no es pecado. Y ese fue su caso.
En la guerra, además, alguien le advirtió: “Si usted quiere contar el cuento, tiene que quedar vivo, porque muerto, ¿quién cuenta el cuento? Total, que al que te va a matar, gánale de mano”. Y eso, hasta el día de hoy, Jorge lo tiene presente.

En Corea fue herido por la explosión de un cañón. El soldado Leuro, compañero suyo, fue su ángel. Lo ayudó a salir fuera del alcance de las tropas enemigas para recibir atención médica. Fue hasta un hospital en Tokio.
Tras un mes, ya repuesto, a Jorge lo enviaron de nuevo a la línea de fuego del Batallón Colombia. Haber estado a punto de morir lo tenía nervioso. Entonces, vio en la noche unos árboles que parecían moverse y dio una alarma, que resultó falsa. Le hicieron un juicio de guerra, acusado de cobardía. Al final lo exoneraron de toda culpa.
Jorge regresó a Colombia, donde continuó en las Fuerzas Militares. Alguna vez se infiltró en la guerrilla y el propio Ejército casi lo mata en un operativo. Fue víctima de un secuestro, hizo política en Pradera, se vinculó como bombero voluntario.

Ahora, en la sala de su casa, se pone un saco donde están todas las medallas que recibió. Le digo que es un héroe de la patria y él, con su humor afilado, advierte que los héroes en este país siempre mueren pobres.
Antes de despedirme le pregunto si, en caso de que fuera posible retroceder el tiempo, él volvería a levantar la mano para ir a la guerra de Corea.
— No. El final de la guerra es el final de la vida, la destrucción total del ser humano en todos sus principios. Así que no volvería, así también la considere necesaria para la supervivencia tanto de los seres humanos como de la vida silvestre. Una planta tiene espinas. ¿Para qué? Para defenderse. La guerra es necesaria para la supervivencia de unos, y el fin de la generación de otros.