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Opinión

La explosión de Cali

Un aire loco erraba por la ciudad. Mis fosas nasales percibían un tufillo de trinitrotolueno. Comenzaron a sonar las sirenas en mis oídos aturdidos.

8 de agosto de 2023 Por: Jotamario Arbeláez
Jotamario Arbeláez

La tarde del 6 de agosto de 1956, undécimo aniversario de la bomba atómica sobre Hiroshima, asistí en el teatro Roma, enfrente de la estación del ferrocarril, a la función continua de la primera parte de Lo que el viento se llevó. Por haber sido el tío Emilio portero cuando se fundó el teatro, gozaba yo de permanentes pases de cortesía en todas las salas de Cine Colombia, y en esa ocasión entré de gancho con Ifigenia, una joven recién llegada de La Perla del Otún, a quien ayudé a instalarse en un pequeño hotel de los alrededores, donde rumbaba la prostitución.

Lucía Ifigenia, un lunar ovalado en el centro del mentón y la cajita de cosméticos en el bolsillo de la jardinera. La conocí bajando de un vagón restaurante la tarde que acompañé a la abuela a tomar el autoferro hacia La Pintada. Venía a tentar fortuna en esa zona de camioneros, verdadera babel de gentes entregadas al rebusque, con bares de mala muerte y puestos de fritangas en los andenes. Yo andaba por la época de salvador del mundo y redentor de rameras, y para tratar de impedir la caída de semejante arcángel en el lenocinio le estaba prometiendo vivir con ella, si es que podíamos hacerlo sin trabajar. Para empezar, a la salida de la cinta, hecho todo un Clark Gable, después del primer beso despeinador, le presté mi ejemplar manoseado de El amor, las mujeres y la muerte, de Schopenhauer, y la acompañé a la pieza, donde prometí caerle más tarde con un arroz con pollo, pues pensaba ganarme una partida de billar en el Café Roma.

El establecimiento estaba atestado. Las amargas heladas rodaban por las mesas y las gargantas en medio de un calor apocalíptico. Doce enormes camiones militares que habían entrado por la carretera al mar -y que no dejaron estacionar en el Paseo Bolívar, al pie del batallón Pichincha y la estatua de La María-, habían sido apostados en el muelle de la estación, con no se sabía qué carga misteriosa bajo sus carpas de lona. La zona de parqueo estaba desacostumbradamente en penumbra.

Al pie de la mesa de billar-pool estaban los tahúres de siempre: ‘El mono del maletín’, ‘El zurdo’, ‘Pincelito’ y ‘Pichurria’. Ante tan selecta nómina de camajanes, cogí taco, enticé en medio de la calma chicha, y terminé apostando hasta el reloj de la abuela, dispuesto a recaudar lo suficiente para calmar el apetito y preservar el honor de mi lunareja.

El caso fue que perdí hasta la camisa. Para completar, un par de ‘tiras’ borrachos en la mesa de la salida sacaba sus pistolas y amenazaba con salir a la calle y disparar al azar sobre la multitud. Me tocó pues hacer del corazón bienintencionado una tripa, y partir a medianoche frustrado hasta los cojones a dormir sobre la cama de la abuela Carlota, en la nueva casa de la tía Adelfa, en el barrio Bretaña, a cuarenta cuadras. Mañana le traería mi desayuno con frijolitos recalentados a mi paciente y por ahora fiel Ifigenia.

Antes de dormir, leí en el Relator de ayer que ‘Madame Laila’, pitonisa de ojos de lapislázuli recién llegada del lejano Oriente, vaticinaba que sobre la ciudad se cernía una inminente tragedia. Me levanté a apagar la luz después de que el reloj de la iglesia dio la una de la mañana, y en ese momento el estallido y resplandor de Hiroshima, mon amour, tomaron cuerpo en mis huesos. Volaron los vidrios de las ventanas y se quebró contra el piso la pecera llena de ‘gupies’ de mi padrino Jorge Giraldo. Un aire loco erraba por la ciudad. Mis fosas nasales percibían un tufillo de trinitrotolueno. Comenzaron a sonar las sirenas en mis oídos aturdidos. Por la radio informaban que camiones militares cargados con dinamita acababan de hacer explosión en la 25.

En pocos minutos mis botas de siete leguas me trajeron de nuevo al sitio, donde vi al padre Hurtado Galvis haciendo la señal de la cruz sobre cuerpos despedazados. Allí donde hacía un rato había perdido mis apuestas, me había despedido de los trasnochadores tahúres de mis afectos y había dejado durmiendo a mi Magdalena por arrepentir, había un cráter de 60 metros de diámetro por 25 de profundidad sin tierra a los lados. Ese mismo cráter se constituyó en fosa común, donde el padre atestigua que arrojó 3.725 cráneos humanos, fotografiados previamente por el corresponsal de la revista Life. Con los cráneos pelados de ‘El mono del maletín’, ‘El zurdo’, ‘Pincelito’ y ‘Pichurria’ debieron ser sepultadas las 15 bolas de marfil numeradas y la blanca para tacar. El hotelito de Ifigenia no era ahora más que una edificación de aire tibio y el suelo una inmensa chatarra de catres retorcidos impetrando clemencia. Nos quedamos sin comer ambos. Nunca he sentido tanta pena. Y ni siquiera rescaté de entre los escombros la obra de Schopenhauer.

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